(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“Lo que quizá procedería en esos casos, sería resignarse y aceptar la imposibilidad, buscando alguna forma simbólica de satisfacer tan buenos deseos de honrar públicamente aquellos restos como un acto de justicia y de piedad”
Acabamos de vivir la terrible experiencia del accidente aéreo del aeropuerto de Madrid, y después el lento goteo de la identificación de los cadáveres, que añadió a los familiares y amigos de las víctimas nuevos momentos de angustia hasta poder recuperar siquiera unos restos de cuerpos tan queridos.
Este hermoso respeto al cuerpo humano nos recuerda que, según la Biblia, el hombre es imagen y semejanza de Dios, no solamente en el espíritu, sino también con el cuerpo, y aunque no contrasta con la costumbre de la incineración, que cabe por algunas razones dentro del sentimiento cristiano, sí parece contrario a la costumbre de arrojar las cenizas sobre los montes, los lagos o los ríos, como si se quisiera hacer desaparecer el más mínimo rastro de sus cuerpos.
Recientemente, un tribunal de justicia español ha promovido una investigación judicial sobre el lugar de los enterramientos clandestinos, con ocasión de la guerra civil. En sí misma, parece una intención plausible, que sería un acto de justicia y de piedad hacia unos ciudadanos a los que no se rindieron esos gestos tan humanos y tan cristianos como sería darles honrosa sepultura, al menos con la dignidad que damos a todo cuerpo de nuestra raza.
Pero, al mismo tiempo, habría que reconocer en muchos casos la imposibilidad de llegar a esa identificación. Lo que quizá procedería en esos casos, sería resignarse y aceptar la imposibilidad, buscando alguna forma simbólica de satisfacer tan buenos deseos de honrar públicamente aquellos restos como un acto de justicia y de piedad, al que los demás podríamos unirnos fraternalmente.
Todo quedará en su sitio el día de la Resurrección de los Muertos, cuando recuperemos nuestra carne; unos -esperemos que todos-, renovados y transfigurados, y otros -esperemos que nadie, aunque nadie lo pueda prometer y esperar, sino sólo esperanzar-, perdidos para siempre.