Reflexiones iniciales
Una parte de la Iglesia teme al Sínodo y estaría contenta si fracasara. Un grupo pequeño pero ruidoso de obispos, sacerdotes y laicos piensan que el camino sinodal afectará profundamente a la Iglesia católica al punto de corromperla irremediablemente. Su postura quizás indigne a quienes ven con esperanza el camino sinodal, pero hay que admitir que no les falta algo de razón.
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El Sínodo contiene no pocos riesgos y quizás lleve a la Iglesia a un punto de retorno como no se ha visto en los últimos siglos ¿Estamos listos para esto? ¿Estamos seguros de que el Sínodo nos traerá más beneficios que perjuicios? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a ir?
Mons. Cabrera, arzobispo de Guayaquil y presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, acaba de publicar un interesante documento donde sintetiza magistralmente la pedagogía del sínodo: escuchar, discernir y decidir[1]. A partir de esto, quisiera resaltar los principales riesgos que el Sínodo implica para la Iglesia y que podrían afectarla en su actual modo de ser y proceder.
Escuchar lo que no se pregunta
Cuando un colectivo humano está insatisfecho con el rumbo que le imprimen sus dirigentes, la respuesta suele ser el desafecto o la protesta. En el caso de la Iglesia, es más lo primero que lo segundo. Al igual que sucede en algunos países de los cuales sus ciudadanos emigran para buscar las condiciones de vida que no encuentran en su patria, en la Iglesia se “vota con los pies”. Resulta preferible abandonar el barco, antes que seguir soportando recriminaciones absurdas, homilías insulsas o la prepotencia y vanidad de algunas de sus autoridades.
Por esto, a la hora de escuchar a laicos y laicas, la jerarquía eclesiástica corre el grandísimo riesgo de escuchar cosas que no ha preguntado y que quizás no desee tratar. No servirá de nada decir que aquellos no son los temas de la agenda, que por favor concéntrense en la pregunta, que no es conveniente abordar esto por ahora, que los designios de Dios son insondables, o quién sabe qué otros mecanismos de defensa.
Si se pregunta sinceramente qué piensa el pueblo de Dios sobre el caminar juntos de fieles y pastores – y nadie duda de la sinceridad del Sínodo – con toda seguridad surgirán respuestas no pedidas, y este es un riesgo que vale la pena correr. Dios quiera que no las descalifiquemos como impertinentes o las descartemos con el fácil argumento del procedimiento no observado.
Dejar entrar la subjetividad de los participantes
Con frecuencia utilizamos el término discernimiento como sinónimo de reflexión profunda o debate racional. Pero esto nada tiene que ver con la tradición del discernimiento de espíritus que iniciaron los Padres del desierto allá por el siglo IV.
El discernimiento es la búsqueda de la voluntad de Dios poniendo en movimiento toda la persona. Esta búsqueda supone que Dios habla también a través de las emociones y pasiones, no solo en las ideas claras y distintas de los católicos ilustrados. Es decir, la subjetividad humana se revaloriza con el discernimiento, sin llegar por supuesto al anti intelectualismo de los iluminados que nunca faltan.
¿Qué hay de extraño con esto? El problema es que la teología y la educación eclesial y religiosa otorgan un peso excesivo a la verdad como forma de aprehender la realidad, mientras que la cultura contemporánea valora la experiencia como la mejor manera de entenderse con todo lo que existe.
Obviamente, no hay para qué irse a los extremos. Pero si la Iglesia quiere verdaderamente hacer del discernimiento un momento importante de su caminar como pueblo de Dios, deberá – deberemos – asumir el riesgo que significa dejar hablar a las emociones, sentimientos, experiencias y demás mociones de un pueblo que necesita sentir y vivir, tanto o más que saber o conocer, para seguir el camino de Jesús.
Siempre me ha extrañado que, en los momentos de oración comunitaria, luego de la lectura de un pasaje de la Biblia, generalmente se nos pide que pensemos o reflexionemos qué nos dice Dios. Pareciera que el compartir los sentimientos fuera meramente un desahogo personal, una catarsis, y no aportara nada a la relación con Dios. Quizás nos esté faltando algo en la práctica eclesial “porque la palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta lo más profundo del ser y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4, 12).
Dejar descontentos a una parte de los fieles
A la hora de decidir, la Iglesia deberá decir sí a algunas propuestas y no a otras. Esto que parece una obviedad no lo es tanto, puesto que la cultura institucional de la Iglesia tiene en gran aprecio al universalismo: la salvación es universal, la Iglesia no conoce fronteras, la madre abraza a todos y todas.
Teológicamente es verdad que la oferta de salvación de Jesucristo es para toda persona de todo pueblo y nación. Pero esto no significa que el mensaje y las exigencias del Evangelio se deban diluir a tal punto que todo el mundo se sienta conforme con ellas. Jesús nos invita a recorrer un camino de felicidad y redención, pero nunca abrió un supermercado para satisfacer todos los gustos y acomodar todas opiniones habidas y por haber.
Para ser auténtico, el Sínodo deberá conducir tarde o temprano a resolver algunas cuestiones teóricas y prácticas que preocupan al pueblo de Dios. Esto puede llevar años, pero sin esta finalidad práctica – ¿o habría que decir reformadora? ¿O conciliar? – el Sínodo será una asamblea más, y mucha gente está cansada del asambleísmo improductivo.
Ahora bien, las reformas no gustan a todo el mundo. Habrá algunos que quedarán descontentos si la Iglesia decide romper con la inercia y gestionar sabiamente el cambio, pero es un riesgo necesario en los tiempos que corren. Como bien dice Mons Luis Cabrera: “El que algo hace puede equivocarse, pero el que nada hace, ya está equivocado”.
Cuando Jesús decidió ir de Galilea a Jerusalén, muchos de sus seguidores lo abandonaron; cuando se enfrentó al poder religioso, sus discípulos huyeron; cuando la Iglesia latinoamericana opta por los pobres, el catolicismo bien pensante se escandaliza y activa las resistencias. No se conoce a ciencia cierta cuáles son las claves del éxito del Sínodo, pero la clave de su fracaso radica en querer contentar a todo el mundo.
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Reflexiones finales
¿La Iglesia está en riesgo? Sí, y en buena hora. La Iglesia católica en su forma actual necesita una reconfiguración profunda que la reconecte con sus cimientos y la aligere de los arabescos que le hemos adherido con el paso de los años. Pero, contrariamente a lo que temen algunos, el Sínodo puede purificarla, no corromperla. Eso sí, se trata de una apuesta de alto riesgo, que puede parecer demasiado costosa para algunos, aunque sabemos de quién nos fiamos. Lo que parece imposible para los hombres, es posible para Dios.
[1] Cabrera, Luis. Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión. Guayaquil, 6 de enero 2022.
Por Fernando Ponce León, SJ. Rector de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y miembro de la Academia Latinoamericana de Líderes Católicos