Quizás nuestro mundo solamente sufre un microinfarto cerebral con esta guerra de Ucrania. Quizás no, quizás las peores amenazas se cumplan y el peor mal desencadene una guerra nuclear que, en cualquier caso, será planetaria. ¿Qué haríamos entonces todos?
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Nos iríamos a casa con nuestra familia o los buscaríamos por donde fuera o nos abrigaríamos en lo que podamos llamar hogar.
Aunque ya no funcionarían Internet ni la telefonía, ni tenemos palomas mensajeras, querríamos comunicar con nuestros seres queridos. Dejaríamos notas escritas de dónde estamos.
Haríamos una mochila con lo esencial, latas de comida, un cubo de agua, botellas, y nos instalaríamos en nuestros trasteros, o el sótano más profundo de nuestros garajes con una vieja radio.
Nos asombraríamos de que la realidad iba en serio, que no se puede apagar como la televisión ni cambiar de canal, que no es blanda ni construida a demanda, sino palpable, viva y dura. Nos quedaríamos desnudos ante la inmediatez de las cosas.
Abrazaríamos, todo sucedería sin dejar de abrazarnos. Los creyentes buscaremos en abrazo de Dios y los demás no saben que de algún modo también, aunque lo consideren un desconocido.
Pensaríamos en los vecinos, amigos o conocidos que están solos y no tienen a nadie con quien abrazarse.
Lo pequeño
Nadie se preocupará por ningún trabajo que no sea esencial y querremos ser todo lo esencial que podamos.
Tendremos por seguro que los sanitarios, policías, bomberos, soldados, transportistas y todos los verdaderamente esenciales siguen en sus puestos de trabajo mientras nosotros nos refugiamos. Y sabremos que de nuevo no lo hacen por dinero, gloria, poder ni utilitarismo, sino por ser verdaderamente seres humanos.
Veremos con dramática claridad el bien y el mal, distinguiremos la clave que nos condujo a tal Apocalipsis, se nos iluminará el juicio finalmente.
Todo lo vano y superfluo nos parecerá caído, inservible y obsceno, pero nuestras manos llegarán a jugar en la espera.
Tan solo nos bastaría volver a vivir con la grandeza de las pequeñeces de la belleza, el bien y las verdades sencillas.
La riqueza sería solamente aire limpio, agua potable y pan cada día.
Nos daríamos cuenta de que la muerte de nuestros amados nos duele infinitamente más que la nuestra.
El perdón
Nos acordaríamos de nuestros padres, hermanos, amigos cuando éramos niños y de cómo eso que está pasando era entonces tan solo una película.
Nos estremeceríamos con el horror de tanta vida desvanecida y todo el planeta envenenado.
Desearíamos lo mejor a todos, incluso a quienes nos acosan o hieren. Anhelaremos el perdón que nos quedó por pedir.
Buscaríamos en nuestro interior una fuente de esperanza que lo pudiera vencer todo, hasta la muerte.
Nos preguntaremos qué podía haber hecho yo para evitar llegar a tanta maldad y descubriríamos que podíamos haber tolerado menos el mal, activar una ciudadanía mundial que defienda la dignidad en cualquier lugar, otras acciones… Pero también que podíamos haber actuado en las dimensiones más profundas donde se juega lo humano, en los fundamentos de nuestra civilización y, aunque somos muy poco, sabríamos que nuestro papel era fundamental.
Rezaríamos como supiéramos o pudiéramos, en voz alta, sabiendo que de algún modo eso trabaja en el interior de las heridas y el daño, que la plegaria teje el interior del mundo y los corazones, allí donde no llegamos, allí donde no vemos, que expulsa el mal, aunque no separemos siquiera nuestras manos.
El papa Francisco solo en San Pedro
Aunque no lo digan en la radio, sabemos que el papa Francisco habrá salido de nuevo solo a la plaza de San Pedro para bendecir el mundo, para rogar a Dios su salvación, y que abrirá todas las puertas a quien quiera refugiarse, ayudar o rezar.
Quizás, allí hondo en nuestro trastero, nunca nos hayamos sentido tan hermanados con toda la humanidad, lejanos o extraños, y las fronteras carezcan de sentido y la desigualdad sea el problema.
Nos dolerá quienes están en la calle sin hogar en que resguardarse y en quien vive en chabolas que la menor brisa puede desvencijar.
Envidiaremos sanamente a quienes vivían en los lugares más lejanos, pobres y recónditos, fuera de todos los circuitos de riqueza, tan insignificantes que ningún misil apunta allí. Y confiaríamos en que ellos, esos pobres, van a poder recomenzar la humanidad.
Aunque nunca hubiésemos creído en nada trascendente, nos hallaríamos en el umbral de la pregunta, el desafío y la promesa de la resurrección y sentiremos nuestros cuerpos, de un modo u otro, en el cuerpo malherido y resucitado de Cristo, buscando su fe incluso en lo que nos parece imposible.
Sollozaríamos por lo que se va a truncar, pero tendríamos la convicción agradecida –dolorosamente agradecida– de que lo vivido hasta el momento con amados y extraños, ha tenido sentido y mereció una vida.
Quizás nos prometamos llorando que si sobrevivimos todo va a ser distinto, otra vida, otro modo más verdadero, sencillo y compasivo de ser humano, que lo cambiaremos todo a nuestro alrededor, renunciaremos a las tentaciones del poder y buscaremos hacerlo junto con todos los demás. Y nos abrazaremos en aquel trastero y será como abrazar a toda la humanidad y a Dios. Hasta el final.
¿Y por qué no hacerlo ya hoy?