La peregrinación requiere movilidad y la mía es muy limitada. En los últimos años, amigos y amigas han hecho todo o parte del Camino de Santiago. Yo he ido a Santiago en avión. No me avergüenza. La famosa concha que garantizaba a los peregrinos de antaño recoger agua de los ríos para poder saciar su sed y vendían para deleite de los turistas en todas las tiendas de la ciudad, cuelga de una de las paredes de mi estudio porque es un recuerdo de lo que viví al llegar a esa plaza y entrar en esa majestuosa catedral que domina el corazón de la ciudad.
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Porque, si es cierto que peregrinar requiere piernas y sudor, también lo es que los peregrinos no tienen por qué ser atletas. Todas las religiones han hecho de la peregrinación una piedra angular de la práctica de la fe. Pero solo la historia de las peregrinaciones cristianas nos hace ver que las motivaciones que empujan a partir a masas de hombres y mujeres nunca son unívocas y mucho menos unívocamente religiosas.
La peregrinación es un fenómeno complejo como todos los fenómenos que pertenecen a la sociología religiosa. Y requiere un objetivo religioso, ya sea una ciudad como Jerusalén o La Meca, o un santuario. No es un movimiento para moverse, sino un ir hacia un lugar preciso en el que se reconoce una fuerza atrayente y a la vez propulsora, un aura mística, un crédito moral que se ha acrecentado con el tiempo.
Gran emoción
Por eso, también para mí ir a Santiago era una auténtica peregrinación. Por la emoción de estar frente a esa imponente basílica que a lo largo de los siglos la ha convertido en un punto de referencia para generaciones de hombres y mujeres en busca de su Dios. Y por la emoción de ponerse en fila para hacer el gesto que sella la llegada y entrada a ese santo lugar, que es poner la mano sobre la columna que sostiene la estatua de Santiago en el hueco creado en el mármol y comprender así que millones y millones de peregrinos han hecho ese mismo gesto antes.
Pude disfrutar de la oscuridad y del silencio que solo el sonido del órgano rompe y pude caer en la cuenta de que no se está allí como turista, sino como peregrino en busca de un Dios que siempre te precede. Me dejé maravillar por el movimiento del botafumeiro, el gigantesco incensario cuya sofisticación mecánica permitía que su humo no solo diera gloria al Altísimo, sino que lograra que el hedor de los miles de peregrinos no hiciera imposible respirar.
Y pude tener la clara percepción de que toda peregrinación no es más que una metáfora del hecho de “que aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Carta a los Hebreos 13,14).
*Artículo original publicado en el número de marzo de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva