La leyenda de ‘El Gran Inquisidor’, de F. Dostoievski, está inserta en su gran obra ‘Los hermanos Karamázov’, es una parábola que alude a la fe y al ateísmo que siempre fueron de la mano en este magnífico autor. El texto narra la aparición de Jesucristo en el siglo XVI, en Sevilla. Jesús vuelve a su gente después de XV siglos. La noche anterior habían ardido en la hoguera cerca de cien herejes por orden del Inquisidor mayor. Jesús camina por Sevilla, la gente lo reconoce, se acerca a él, cura enfermos, e incluso resucita a una niña en el atrio de la Catedral. Llega el Inquisidor mayor y con solo levantar un dedo la muchedumbre que le teme, se dispersa y hace arrestar a Jesús. En el interrogatorio al que lo somete, se sirve de las tentaciones del evangelio de san Mateo para cuestionar todo el mensaje de Jesucristo.
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El Gran Inquisidor pretende instaurar la felicidad en la tierra y cree que lo conseguirá haciéndose con el alma y la conciencia de la gente. A esto hoy, lo llamaríamos abuso de poder, porque el Gran Inquisidor pretendía suplantar al Dios-hombre, al Dios encarnado, por el hombre-dios que era él mismo.
El escritor ruso anticipó los movimientos totalitarios del siglo XX, por desgracia presentes también en el XXI, donde sus líderes, además, de decidir el destino de los sometidos, se verían a sí mismos como un instrumento del destino por encima del bien y del mal.
Inquisidores de hoy
Por supuesto que la visita de Jesucristo fue tomada como todo un desafío por el Gran Inquisidor y sus colaboradores porque cuestionaba su forma de vida, su retorcida interpretación del evangelio, sus abusos, sus prebendas, su religiosidad imperial, su falta de caridad, amor, y entrega al prójimo…
¿Se dan figuras parecidas a la del Gran Inquisidor hoy en nuestra Iglesia? ¿Sí? ¡Vamos a ser buenos y no vamos a poner nombres! En realidad no ponemos nombres porque quienes apuntan formas hacia este comportamiento, reclamando al próximo Papa como primera tarea el restablecimiento de la “normalidad” son, además de todo lo que evidencia el Gran Inquisidor, cobardes y lo hacen anónimamente.
También es verdad que no resulta muy complicado intuir quienes son, qué maquinan, y cómo se deben sentir de cuestionados por el estilo de vida, la pastoral, y el compromiso de Francisco con el pueblo de Dios –con todo el pueblo de Dios– para reaccionar de este modo.
Para ellos el que no presta más atención al boato, las vestiduras, los complementos (que también en la Iglesia existen), y el culto al culto, no tiene nada que hacer y es herético. Dicen, intuyo que sorprendidos (y lo escribo en masculino a sabiendas), que la Iglesia está secularizada, pero no veo que hagan un mero análisis sobre ese secularismo interno que tiene que ver con categorizar las parroquias en parroquias de primera y de segunda, o las diócesis en diócesis de primera y de segunda que, en ambos casos, se parecen a premios que se entregan más por haber sido “chicos buenos”, sin tener en consideración a quienes viven en esas parroquias o en esas diócesis.
Una forma de vida
¿Qué es para estos varones, normativos sobre todo, el ser humano? ¿Qué es la misericordia, el amor, y la caridad? ¿Qué es la relación fraterna? La mayoría de ellos, pagados de sí mismos, son incapaces de ver más allá de la realidad que quieren ver. Sí, por desgracia, los príncipes de la Iglesia siguen existiendo (también los hay entre el laicado).
Si, como dicen, el secreto de la vitalidad cristiana y católica proviene de la fidelidad a las enseñanzas de Cristo y a las prácticas católicas y no proviene de la adaptación al mundo ni del dinero, me sigo preguntando, ¿qué evangelio leen? ¿Alguna edición especial y desconocida (afortunadamente) para el resto?
Siempre a vueltas con la fe y la moral. Como si la fe no se pudiera vivir en la cotidianidad de la vida y la moral solo abarcara la sexualidad, ¡qué obsesión! Ni una palabra en contra de los principescos que viven en palacios, áticos, o casonas rehabilitadas para sus etapas de jubilados y eméritos.
No, eso no entra en la moral. En la moral entra solamente señalar, empujar fuera, y condenar a quienes se manifiestan sexualmente diferentes, y a quienes viven la fe con acuerdo al evangelio, ¡al evangelio! Es una verdadera lástima que solo encuentren seguridad en la norma y se pierdan la alegría y la libertad del evangelio. ¡Qué personalidades más pobres y enfermas!
Hay que tenerles mucha lástima. Lo que no quita no perderlos de vista porque tienen más peligro que un camión sin frenos cuesta abajo. ¡Ojalá puedan descubrir que ser cristiano tiene más que ver con una forma de vida que con un compendio de leyes y normas prohibitivas que ahogan lo único importante que es la Buena Noticia!
El rigorismo nunca ha sido una buena receta. El cristianismo es gratuidad, humildad, y alegría. ¡Ah, se me olvidaba! También es igualdad que recibimos todos en el bautismo. Costará que lo admitan y más que lo entiendan. Francisco nos llama a hacer realidad el evangelio, ¿no debería ser esta la única “normalidad” en la Iglesia?