Los funerarios se han convertido en los actos religiosos más importantes de las sociedades occidentales. Habida cuenta del descenso crítico de bodas y bautizos, los funerales son ya el evento religioso más universal, solidario y trascendente. No obstante, sufren también una grave crisis. El descontento con cómo el clero conduce los ritos funerarios es cada vez mayor, pese a excepciones. Hay diáconos que se han preparado para ello y realizan una labor excelente.
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Velatorios, entierros, cremaciones y funerales de personas mayores son en muchos casos el último acto religioso de familias que despiden a su último cristiano. Para muchos niños y jóvenes, ese funeral será la primera vez en su vida que asisten a un acto religioso. Es una oportunidad excepcional para la evangelización.
Pero los rituales son cada vez menos comprendidos, la función ministerial es con demasiada frecuencia realizada de forma anónima y anodina. Muchos perciben una Iglesia indiferente a quiénes son en esa familia y qué significó la vida del fallecido. Es un momento en el que todos los participantes alcanzan una densa comunión, al abismarse juntos ante el hecho de la muerte, pero la Iglesia no logra conectar con ellos ni con esa experiencia. Se culpa a la secularización y a la desculturización, pero toda la responsabilidad recae en la muy deficiente pastoral funeraria, masivamente incapaz de decir algo significativo para la gente, ensimismada en fórmulas que ya casi nadie entiende.
Conversión eclesial
Los memoriales civiles crecen por doquier. Las empresas funerarias ya ofrecen personal especializado que organiza y dirige actos funerarios, con o sin contenido religioso, cercanos, cálidos, contenidos, dignos, bellos. Un día cercano se normalizarán y poca gente buscará una celebración eclesial. Es preciso una conversión eclesial y un específico ministerio laical.