Tribuna

El grito olvidado de paz de Mons. Romero

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El 24 de marzo de 1980  Mons. Oscar Arnulfo Romero era asesinado ante el altar mientras celebraba la Eucaristía. El hombre, definido “San Romero de América”, donaba su vida por los pobres y por la paz de su atormentado país: El Salvador. Aquel obispo que había invocado la paz por el martirizado país centroamericano era sacrificado, como víctima y mártir del último mojón de la guerra fría.



Hoy, a distancia de 42 años, parece que la memoria del canonizado obispo salvadoreño se haya esfumado, corriendo el riesgo de quedar como una imagen santa, pero en color sepia, de un cristianismo ritual alejado de la vida y de los hechos cotidianos de la gente. Mons. Vincenzo Paglia, postulador de la causa de canonización del obispo mártir, ha escrito en estos días: “Con amargura, con gran amargura hay que destacar un enorme silencio sobre Romero y sobre su testimonio martirial. Romero parece olvidado, también entre los cristianos. Su memoria no sacude más las conciencias visto las violencias y las guerras de estos años y de nuestros días”. Incluso en la misma América Latina es lejana la imagen de un Mons. Romero “amigos de los pobres, siempre cercanos a los últimos, a los descartados”.

Mons Romero

Actualidad profética de Romero

Sin embargo su testimonio contra la guerra, contra todo tipo de violencia y conflicto es de una gran actualidad profética. Hay que recordar aquel 23 de Marzo de 1980 cuando en la homilía dominical pronunció aquellas palabras por las que pedía a los soldados salvadoreños que abandonaran las armas y que se dejara de matar a los hermanos. “Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese a la Represión!”. Estas palabras de paz y de búsqueda incansable de diálogo en un país dividido y polarizado le costaron a Mons. Romero su propia vida.

Cuando en 2018 el Papa Francisco canonizó a Mons. Romero, quiso verdaderamente que fuera el ejemplo transparente de un hombre de paz, frente a la endémica violencia que afecta el continente latinoamericano. Así se expresaba en aquellos días dirigiéndose a los obispos salvadoreños: “Ejemplo de predilección por los más necesitados de la misericordia de Dios. Estímulo para testimoniar el amor de Cristo y la solicitud por la Iglesia, sabiendo coordinar la acción de cada uno de sus miembros y colaborando con las demás Iglesias particulares con afecto colegial. Que el santo Obispo Romero los ayude a ser para todos signos de esa unidad en la pluralidad que caracteriza al santo Pueblo fiel de Dios”.

Hay que encarnar en la realidad de hoy estas palabras del pontífice argentino; Romero representa la búsqueda de unidad dentro y fuera de la Iglesia, en un tiempo de fragmentación y de división que el evento bélico en Ucrania lo sintetiza dramáticamente. La profecía de Romero no está muerta sino que necesita de cristianos que sepan tomar en serio el Evangelio, que estén dispuestos a hacerse cargo de las heridas de los muchos “hombres medio muertos en el camino a Jericó” y ayuden a reconstruir relaciones y lazos humanos desgarrados por el odio y el egoísmo. “La paz verdadera – decía Mons. Romero – no es la de los cementerios, sino una paz que se construye sólida sobre bases de justicia y de amor”. Que el testimonio de Mons. Romero contribuya a construir en las nuevas generaciones, verdaderos artesanos de paz.