Raro, diferente,… lo fue desde recién nacido. Cuando vino al mundo, su madre, extasiada al acariciarlo entre sus brazos, observó que era un niño fuera de serie. No estaba velludo y rosado como la mayoría de los recién paridos: era objetivamente precioso, con una mirada penetrante, casi de adulto. Su sonrisa inmensa y sus leves gemidos lograban olvidar el llanto, monumental, que soltaba si tenía hambre.
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Ya chiquito, cuando jugaba con sus compañeritos en el patio que compartían todas las viviendas, se detenía de improviso para mirar un caracol, para acariciar el tallo de un junco, para levantar a la niña que se había caído. Por las tardes, al ponerse el sol, y cuando las señoras terminaban de preparar la cena, compartida entre vecinos y parientes, parecía que platicaba con alguien en el cielo.
Esos momentos de extravío se incrementaron en su adolescencia. Si bien aprendió de su padre el oficio que daba sustento a la familia, no se asemejaba al heredero orgulloso y seguro de mantener la tradición patriarcal. Daba la impresión de ser un joven soñador, pensando más en el futuro que en un presente plagado de protocolos por cumplir, de tradiciones obligadas, de agendas fastidiosas pero necesarias para ganar la pertenencia a una sociedad rígida y formal, aplaudidora de la ortodoxia pero enemiga de la sinceridad.
Más divergente pareció cuando se fue de su casa. La familia no entendió cómo ese muchacho de casi 30 años abandonaba a su madre viuda, pero no para casarse y buscar fortuna haciendo negocios lícitos o no, sino para emprender proyectos incomprensibles y poco “productivos”. Era extraño. Distinto.
Frecuentaba a personas inconvenientes, y trataba con absoluta libertad a niños y mujeres. Se rodeó de un grupo igualmente extravagante, que lo acompañaba en sus correrías por poblaciones polvorientas y alejadas de los centros citadinos.
Lo invitaban a dar conferencias, en los más contrastantes escenarios. Quienes lo escuchaban quedaban fascinados por su simpatía, sus ocurrencias, su sensibilidad intelectual. No era normal su contacto con la realidad, con la cotidianeidad. Y es que, de pronto, y sin que pareciera surgir motivo alguno, se enojaba por una injusticia, y exultaba de gozo por una nimiedad.
Falleció joven, pero sus últimos tres años los dedicó a lo que siempre anheló: hacer el bien, curar, hablar de un mundo distinto, invitar a ser mejores, a dejar atrás venganzas y rencores, a perdonar y a dar en vez de recibir, a hablar, a anunciar un reino sin lujos y poderes, carente de ejércitos y corruptelas. Era raro. Diferente.
Vivió hace más de 20 siglos, y marcó un hito en la humanidad entera. Si viviera hoy se le hubiera felicitado ayer, que fue el día mundial del autismo.
Pro-vocación
Cada vez más limitado físicamente, el papa Francisco está en Malta. En el avión que lo trasladaba declaró que una posible visita a Kiev “está sobre la mesa”. Ojalá. A estas alturas, quizá sólo su intervención directa pueda frenar la masacre rusa en suelo ucraniano.