Los que fuisteis a EGB como yo os acordaréis de ese juego ochentero del Tetris, en el que, con una música de lo más pegadiza, tenías que ir ordenando piezas de diversas formas que iban cayendo cada vez con más velocidad. Aunque seguro que aún existe alguna versión más moderna, junto al comecocos era uno de los primeros videojuegos que había en las maquinitas de las tiendas de chuches o en esos disquetes enormes de ordenador que entonces usábamos como tecnología punta. Muchas veces me acuerdo de esa experiencia infantil de ver caer piezas cuando miro mi agenda y las tareas por colocar en ella. Por eso, los espacios de descanso y parón, por pequeños que sean, siempre son una oportunidad para oxigenarse y resetear la cabeza y el corazón.
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Aunque pueda resultar curioso, a veces esos “espacios verdes” se producen en medio de las actividades. Es lo que, al menos yo, experimento en muchas circunstancias en la que se nos pide el servicio de dar una palabra, compartir una reflexión o alentar la vivencia creyente. Me van a permitir una confesión pública: este tipo de experiencias me generan una mezcla de sensaciones.
Vida y palabras
Por una parte, me resulta inevitable experimentar vergüenza. El rubor nace de saberme una honesta hipócrita, que afirmo aquello de lo que estoy convencida y comparto mis certezas vitales, por más que mi existencia siempre camine a distancia de lo que digo. Sí, mi vida y mis palabras, por más que desee lo contrario, no siempre van de la mano. Exponerte públicamente con esta consciencia personal no deja de generar mucho pudor. Pero, junto a esta inevitable vergüenza, también experimento el privilegio de ser testigo de cómo la Vida, con mayúscula, se hace hueco en muchas vidas anónimas, desconocidas, cuyos nombres y rostros olvidaré, pero que me comparten sin conocerme sus luchas, sus inquietudes, sus luces y sus sombras.
Y yo, que me siento chiquitita ante las intimidades, confiadas o intuidas, de quienes se acercan no puedo sino descalzarme ante la tierra sagrada en la que Dios mismo se me muestra (cf. Ex 3,14), aunque no siempre sea evidente para esas personas en cuestión. Y es entonces, en medio de la actividad que suponen esas piezas del Tetris y con la vergüenza de quien se expone en público con sus miserias, cuando más consciente eres del regalo inmerecido que es este servicio, pues te permite vislumbrar el paso del Señor por la vida de tantos, y de cómo te resetea por dentro por más que acabes cansada. Se trata, sin duda, del paso oxigenante del Resucitado, que contagia Vida en medio de los trajines.