Los seres humanos tenemos una capacidad adaptativa mucho mayor de la que podemos pensar. Hace dos años no nos hubiéramos imaginado que la mascarilla iba a convertirse en un complemento imprescindible y cotidiano. Cuando empezamos a usarlas por seguridad y por cuidado para con los demás, nos parecía que nunca nos acostumbraríamos a ese material espeso que nos hacía muy difícil algo tan cotidiano como respirar. En cambio, tras este tiempo nos hemos habituado de tal manera que, al ver alguna película o serie, nos llama la atención que sus protagonistas no lleven media cara cubierta cuando están en medio de la muchedumbre o no respetan la conveniente distancia de seguridad.
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Después de tantos meses y al menos en cierta parte del mundo, llevamos una temporada en la que se nos ha avivado la esperanza de que la pandemia comience a remitir. Se vislumbra un futuro cercano en el que podremos mirarnos, no solo a los ojos, sino a la totalidad del rostro. Por más compañera de camino que esté siendo la mascarilla y aunque hayamos conseguido acostumbrarnos a ella, no podemos obviar el hecho de que nos dificulta bastante la vida.
También en nuestro día a día convivimos con realidades que nos hacen complicado manejarnos por la existencia como desearíamos hacerlo, pero que, aun estando normalizadas para nosotros, quizá necesiten ser contagiadas de resurrección.
A rostro descubierto
Vivir en clave pascual, es decir, dejar que el Resucitado vaya ocupando en lo cotidiano el lugar que se merece, requiere una reflexión realista y esperanzada –que no son calificativos contradictorios– de todos esos lastres que vamos acarreando. Hacer experiencia de Pascua implica también tomar la decisión de vivir y amar a pecho descubierto, o mejor, a “rostro descubierto”, pero esta tarea no resulta nada sencilla.
Del mismo modo que este medio de prevención nos ha invadido de manera casi natural y ha colonizado nuestro entorno, también se han podido posar en nuestra existencia pequeñas costumbres y tendencias que entorpecen la permanente invitación a ser testigos de la resurrección del Señor. Por más que nos pasen inadvertidas, estas “mascarillas” pueden llegar a enquistarse, de modo que despojarnos de ellas se convierta en una misión ardua y compleja.
En las próximas páginas os propongo algunas claves que nos pueden ayudar a reconocer algunas de esas realidades que ocultan y entorpecen nuestra capacidad de descubrir el rostro del Resucitado en la rutina. Son mascarillas que nos dificultan respirar a pleno pulmón, como quienes comparten con Él esa vida mayúscula y sin límites que se nos dará en plenitud al final de la historia, pero cuyas primicias gozamos ya en el aquí y ahora. Os animo a acompañarme en esta senda de cinco pasos para poder vivir una Pascua sin mascarillas.
Las sombras de la fe
Quienes habitualmente llevamos gafas hemos sufrido una de las mayores incomodidades que han acarreado las mascarillas. En la ardua lucha contra el vaho, hemos tenido que invertir en todo tipo de productos, bayetas, ‘sprays’, trucos caseros y recomendaciones de los más variados expertos. Aun así, nos hemos tenido que enfrentar con la difícil elección entre contemplar la realidad a través de las tinieblas propias de un cristal empañado o despojarnos de las gafas y reconciliarnos con los problemas visuales que estas corrigen. De una u otra forma, esta etapa de pandemia y mascarilla nos ha exigido renunciar a ver la realidad con la claridad a la que estábamos acostumbrados. La paradoja es que, desde una perspectiva creyente, intuir entre sombras y vislumbrar en lo opaco es la dinámica a la que nos impulsa la fe.
La experiencia creyente y ver con claridad son dos vivencias opuestas, pues creer en los otros y en el Otro, por definición, supone aceptar riesgos, reconocer que la realidad se escapa de nuestro control y abandonarnos a la confianza, cargando con nuestras inevitables dudas e incertidumbres.
De un modo similar a como hemos tenido que manejarnos los ‘gafosos’ durante la pandemia, mantener la fe con frecuencia conlleva avanzar entre tinieblas, intuyendo cada paso y guiándose más por certezas vitales que por seguridades absolutas y objetivas. Aunque no siempre nos resulte suficiente, el encuentro con el Resucitado nos regala la certeza del corazón y esa intuición primordial que reconoce por dónde late la Vida. No es poco, sin duda, pero dista mucho de ser esa vista diáfana que quizás anhelemos y que apunta con claridad hacia qué decisiones cotidianas hemos de tomar.
Promesa divina
Nada va a impedir que sigamos requiriendo mantenernos en actitud de discernimiento permanente, ni siquiera la vivencia pascual. Pablo lo tenía muy claro, y así lo expresaba a la comunidad de Corinto: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Cor 13, 12).
Estamos abocados a una mirada reducida, marcada por la caducidad y el límite que caracterizan nuestra existencia, pero la promesa de contemplar la realidad, de perforarla y poder así captar toda su complejidad, tal y como Dios mismo lo hace con nosotros, aviva nuestra esperanza y alienta nuestras búsquedas. Además, la sensación de caminar con la vista empañada y en continuo riesgo de tropezar no nos va a abandonar, pero a esta incómoda compañía se le une la de Quien nos promete estar con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
El susurro del Resucitado
El tiempo pascual es una excelente ocasión para preguntarnos cómo nos llevamos con esta dificultad para ver con claridad que conlleva necesariamente vivir en la fe, y si nos hemos reconciliado con las dudas y las inseguridades que trae consigo. Este tiempo puede ser una buena excusa para darnos la oportunidad de poner nombre a esas seguridades que añoramos y de reconocer nuestras sutiles maniobras para intentar controlar lo incontrolable de la vida. Quizás así podamos escuchar el susurro permanente del Resucitado recordándonos que no estamos solos, a pesar del vaho y de las gafas empañadas. Quizás así dejemos que Él nos recuerde esa promesa de conocer como somos conocidos y nos reactive la esperanza cuando el desgaste cotidiano vaya mitigándola.
Si bien hay unas dificultades para ver que resultan innatas a la experiencia creyente, hay otras que no proceden de ella y que, además, la hacen más complicada. Por eso conviene aprovechar el impulso pascual para ir despojándonos de ellas, pues nos incapacitan para contemplar la realidad tal y como el Señor la mira. No es extraño que confundamos la sabiduría que nos regalan los años con cierto “diente retorcido” ante cuanto sucede. Así, nos llenamos de prejuicios y sospechas, y se nutren los más variados mecanismos de defensa frente a los demás. En cambio, la victoria del bien sobre el mal que confesamos en Pascua desmiente ese escepticismo aprendido con los años y cuestiona la utilidad de inmunizarnos frente a los otros. (…)
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Índice del Pliego
1. Despojarnos de cuanto dificulta la visión
2. Abandonar toda mordaza
3. Dejar a un lado lo que nos impide respirar
4. Quitarnos lo que oculta el rostro
5. Apostar por los encuentros en torno a la mesa