Siempre me ha cuestionado cómo podemos reconocer las señales de lo importante, de lo que no se ve, de lo que queda a interpretación de cada cual. ¿Cómo saber que te quiere bien quien dice quererte?, ¿cómo reconocer a un visionario lúcidamente creativo y no confundirlo con un falso profeta?, ¿cómo saber que alguien está movido (ungido) por el Espíritu Santo y no actúa por pura ideología (por sana que sea)?, ¿cómo reconocer al Resucitado y sus invitaciones para no caer en espiritualismos estériles?, ¿cómo saber qué decisión tomar cuando todo no es tan claro?, ¿cómo distinguir la voz de Dios de mis propias voces y ruidos? Quizá es pura inseguridad, ciertamente, pero ¿no sería estupendo contar con algunos criterios claros y visibles para orientarnos en las cosas más importantes de la vida, siempre misteriosas y ocultas a un primer vistazo?
- PODCAST: Una Pascua para desconfinarse (de verdad)
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Con el tiempo, he ido aprendiendo a distinguir y dar respuesta a algunos de estos interrogantes, aunque nunca quedan respondidos de una sola vez –gracias a Dios–. Simplemente, en el mejor de los casos, vas acumulando cierta práctica y olfato. Y para otras preguntas, nunca acabas de encontrar respuesta. Quizá no la hay. Quizá se trata de eso, de ir caminando y eligiendo y atendiendo y arriesgando.
Los relatos del Resucitado que nos acompañan en el tiempo pascual me han vuelto a hacer pensar en esto. Sería razonable creer que, puestos a manifestarse (‘aparecerse’) para que tus amigos recobren la fe y la alegría, Dios elegiría bien sus señales más propias, las incuestionables, las que nadie pondría en duda.
Juan 20,19-31
El Domingo de Pascua, Juan 20,1-9 da como única señal un sepulcro vacío. Deshabitado, podríamos decir, porque quedaron allí los lienzos y el sudario, bien colocados, con toda delicadeza, como suele Él hacer las cosas. Como si Dios dijera: “No me he saltado la muerte, he pasado por ella hasta el final, pero no me quedo allí”. Como si fuera señal de identidad de los suyos afrontar las muertes (sean cuales sean), sin maquillarlas, pero nunca quedarse allí para siempre, enredados en vendas que nos atrapan y limitan, por reales que sean.
Después, Juan 20,19-31 nos recordó un Resucitado de lo más activo:
- Desea paz y pone paz al llegar
- Es capaz de mostrar sus heridas
- Da aliento, comparte el Espíritu que a Él anima
- Se deja tocar y toca, se deja abrazar y abraza, aun sabiendo que sus heridas están expuestas.
Como si Dios dijera: “Lo mío es animar, dar vida, alentar, poner paz; y todo ello sin ocultar heridas (que tenemos todos), sin ahorrar la verdad de lo que hemos sido y por dónde hemos pasado, aunque parezca que eso nos hace más débiles. Y no os olvidéis que no hay mejor manera de hacer esto que en las distancias cortas; nada suple la cercanía de tocarnos, de reconocernos”. Como si fuera señal de identidad de los suyos ir por la vida sin defensas ni ataques, siendo de esos con los que puedes respirar a pleno pulmón si los tienes cerca porque no te amenazan, no compiten, no juzgan. Te alientan. Te dejan tocar sus heridas sin presumir de ellas, con la delicadez y ternura de quien se fía y pone su fragilidad en tus manos, convencido de que nada une más que confiarnos unos a otros la propia vida.
Y esta semana escucharemos en Juan 21,1-19 que el Resucitado tiene hambre y le apetece almorzar con sus amigos en la playa y no tiene problema en preparar él mismo el pescado y el pan. Como si Dios dijera: “No os compliquéis con encuentros y celebraciones complicadas, que lo más simple de la vida es lo que más habla de Mí y de vosotros”. Como si fuera señal de identidad de los suyos pedir comida si tienes hambre, pedir ayuda si la necesitas y tener detalles con los más cercanos (¡un desayuno en el mar!). Que no siempre hay que ir repartiendo conversaciones profundas y recetas para la vida eterna, que no somos menos “divinos” por tener hambre (la que sea) y reconocerlo, que antes de los preceptos, los ritos y la normas está un almuerzo de tú a tú.
De momento voy a apuntarme en letras grandes estas pistas. Mira que si esto de parecerse más a Jesús tuviera más que ver con ser más humanos y menos…