Tú, que eres Paráclito,
don de Dios altísimo,
agua viva, fuego, amor
y espiritual unción”.
(Segunda estrofa del Veni, creator)
El cardenal Raniero Cantalamessa, en las meditaciones sobre el Veni Creator, nos llama especialmente la atención sobre la posibilidad y oportunidad de ser paráclitos que nos enseña el Espíritu Santo.
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El Espíritu Santo es ese alguien que reconocemos cada año al llegar Pentecostés. Ese alguien que se hizo otro para descender sobre nuestras búsquedas, ese alguien que no termina de asomar en nuestras vidas, pero está siempre a nuestro alcance.
Nos dicen más de dos mil años de historia dentro de nuestra Iglesia que es ese alguien que está entre nosotros, que nos alienta con sus siete dones, anima y consuela, defiende y exhorta, que definitivamente es agua viva, aliento, fuego y brisa suave. Decimos de memoria que estamos en tiempos del Espíritu Santo. Así lo enseñamos en la catequesis y, sin embargo, muchas, pero muchísimas veces, nos olvidamos de Él. Andamos por la vida sin su presencia. Caminamos sin pronunciarlo y no terminamos de reconocerlo presente allí donde las necesidades vitales del alma se abren camino hacia el espíritu que nos habita y que está sediento del Espíritu de Dios.
Las preguntas salen solas en búsqueda de respuestas que ya tenemos pero que, una y otra vez, podemos poner sobre la mesa del pan y del vino para observar nuestra realidad llena de baches, de oscuridades y sombras que dominan nuestro tiempo presente y no dan tregua ante las preguntas que desde afuera se le hacen a nuestra amada Iglesia, tan santa y tan pecadora.
¿Cómo responder al desconsuelo propio y al ajeno si no nos apoyamos en la firmeza siempre activa de sus dones? ¿Cómo ser quienes somos como cuerpo místico de Cristo si no damos rienda suelta a su vivificador consuelo? ¿Cómo consolar si no le prestamos las manos, los ojos y la boca?
Tiempo de profetizar, crear y preparar
Entonces el Señor me dijo: “Convoca proféticamente al espíritu, profetiza, hijo de hombre, Tú dirás al espíritu: Así habla el Señor: Ven, espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que revivan” (Ezequiel 37, 9).
Este tiempo nos propone ser profetas de esperanza sin miedo. Cada quien, en orden al llamado recibido, irá advirtiendo aquello en lo que el Señor quiere que lo sea. Y sólo el Espíritu Santo nos dará esa fortalecida alegría para abrir la boca en espíritu y en verdad.
¿Se puede profetizar de todo un poco? ¿Se puede decir lo que la opinión personal resuelva? ¿Se puede creer que hay tantas verdades y espiritualidades como hay seres humanos y subirse a la percepción propia?
Como se dice por ahí, “se puede, pero no se debe”. Porque el ser profeta requiere del reconocimiento de la verdad intuida en los rasgos que se asoman en nuestras realidades y nos interpelan sobre ese futuro que estaríamos malogrando. En la contemplación del Espíritu Santo, y en la común unión que Él propone, podremos alcanzar la meta de ser profetas de Dios. Él espera todo de su pueblo y por amor pone palabras en los corazones para que tengan eco al infinito en quienes buscan la verdad aunque no lo sepan, recordando a Edith Stein.
Crear es ser artífices, “este modo de actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios”, dijo san Juan Pablo II en la Carta a los artistas. La “creatividad del Amor”, dijo Francisco.
Nosotros creamos, somos artífices, a partir de lo que Dios ya creó y puso en nuestras manos, ojos, lengua, pensamiento y corazón. Los cristianos creamos a partir de lo que creemos. Nuestro Credo, con el ‘Yo creo’, crea. Todas las personas creamos a partir de las palabras. Con aquellas en las que creemos y decimos con entusiasmo, fuerza y osadía. Y también creamos con las que callamos. El silencio se hace entonces creador de más miseria, de más inequidad, de más vacío, de más omisión.
Yo creo de “hacer”, y yo creo de “creer”. Una palabra se transforma en gesto, en acto, y es “creadora”. Hoy, enredados en la virtualidad, sin importar el lugar que estemos, nuestros continuos y compulsivos actos suelen ser las palabras y ellas se transforman en materia viva. Así, bien decimos o mal decimos.
En nuestros mensajes sencillos, ─como los daba Jesús: “Levántate”─, podemos poner nuestra experiencia del amor de Dios por delante. Con testimonios claros y profundos, con el nombre de Jesús por delante, estaremos ayudando a crear una nueva conciencia espiritual. La que obtenemos por ser hijos e hijas para ser cómplices de la misión del Espíritu Santo.
Preparar(nos) en cuerpo, alma y espíritu. Para lo que vivimos. Para lo que vendrá. Para hacer de nuestra obediencia la medida de la voluntad de Dios. Estar preparados como personas, como familias, como miembros de una comunidad, como parte de la sociedad y del mundo. Prepararnos en el servicio, formarnos, ir al encuentro del Espíritu Santo que nos instruye mientas dormimos. Prepararnos para andar con los ojos bien abiertos, con las manos arriesgadas en el dar. Disponibles para salir a sembrar en nuevos terrenos, para caminar sobre huellas borradas y de muerte, para insistir en nuevas maneras del encuentro.
Y, sin duda, permanecer se conjuga con profetizar, con crear y con preparar. Insistir, estar, continuar, esperar, perseverar, resistir, habitar, residir, vivir, que son mucho más que sinónimos.
El Espíritu Santo nos hace paráclitos para el consuelo personal y el de quienes están a la espera de ese alguien que intuyen, pero que aún no pueden ver. Nuestro rostro luminoso, nuestros ojos de creer y de crear, nuestros labios de profetizar y nuestras manos de preparar la masa y de abrazar darán cuenta de Él.
Pentecostés se conjuga en cada instante de nuestra vida, cuando la fiesta empieza en el corazón del otro. Ser paráclitos, una manera de ser cristianos y cristianas que llevamos el corazón por delante y hacemos presente la misericordia, parados en el hoy de nuestra historia, desde nuestra versión tan humana y tan acabadamente bella.