Saint-Denis no es solo un estadio de fútbol. Si fuera como en Bilbao le llamarían una catedral. Al fin y al cabo, también en Saint-Denis se celebrarán las olimpiadas. Pero también contiene otra catedral. La que sirve como última residencia de los reyes de Francia. Construida sobre la tumba de San Dionisio, acoge hasta el siglo XIX las sepulturas de 43 reyes y 32 reinas de la monarquía francesa. Terminada en el siglo XIII bajo el reinado de san Luis, es una obra mayor del arte gótico. Sus vidrieras se encuentran entre las más antiguas del mundo y fue una de las primeras que a través de ellas se embelleciera la luz, transformándola de alguna manera en “luz divina”.
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“Saint Denis no es París”, según decía poco antes de la final de la Copa de Europa de fútbol, el ex jugador Thierry Henry (que fue campeón del mundo con la selección francesa en 1998) refiriéndose a la ubicación del estadio. “Creáme, a usted no le gustaría estar en Saint-Denis”, afirmó el exf utbolista del Arsenal y del Barça. Él mismo (nacido en Ulis, Essonne) fue un niño de la ‘banlieue’ que, en español, desde los disturbios ocurridos en 2005, se utiliza para referirse a los barrios marginales del extrarradio de las grandes ciudades de Francia, con gran concentración de inmigrantes no europeos.
Saint-Denis y los acontecimientos previos y posteriores a la final europea se convirtió en arma arrojadiza no solo contra aficionados ingleses sino contra los “emigrantes africanos”. Sin saber si tenían nacionalidad francesa o que muchos de ellos fueran parisinos. Emigrantes africanos. Ya está. Sin más disquisiciones. Se les convirtió en origen y en chivo expiatorio a quienes culpar de nuevo de la violencia que se dirigió contra muchos aficionados que legal y pacíficamente acudían a ver la final de la Copa de Europa.
Pero no hay texto sin contexto. Veamos algunos datos:
Saint-Denis, a poco más de nueve kilómetros al norte del centro de París tiene 110.000 habitantes, gran parte de origen inmigrante de distintas generaciones. Es un contexto económico deprimido, en el que el nivel de ingresos y de estudios es inferior a la media nacional. En donde el 50% de la población tiene menos de 30 años. Y donde conviven 150 nacionalidades distintas. Y donde la tasa de paro es del 15,10%, que dobla a la media del país (7,4%). También la cifra de robos duplica a la de la media nacional.
Saint-Denis tiene un alcalde socialista, Mathieu Hanotin, que contrarrestaba estas culpabilidades hacia su población recordando que en Saint-Denis la tasa de pobreza afecta a un cuarto de la población. Decía que “el porcentaje de alojamientos indignos es, desgraciadamente, uno de los más grandes de Francia. La inseguridad en el espacio público es un flagelo que no hemos podido contener, pero estamos trabajando duro contra ella”.
O sea. Nuevamente hay que ampliar el foco hacia las causas y superar afirmaciones simplistas que se centran solo en los emigrantes como causa de todos los males habidos y por haber.
Me viene al respecto, la memoria de un libro de Sergio Barciela. Un gran técnico de Cáritas y colaborador fiel en la Comisión Episcopal de Migraciones además de “constructor” de la Red Migrantes con Derechos que, tras su brillante tesis doctoral sobre migraciones en el IUEM de la Universidad de Comillas, publicó ‘Arde la ciudad’, iluminador –y no solo por el título– sino porque ayuda mucho a contextualizar fenómenos como el que nos ocupa. Describe como los conflictos colectivos sociales en las democracias contemporáneas tienen un entramado de causas, algunas históricas, necesarias de conocer
Estas tienen como punto de partida aspectos derivados de una situación de injusticia en tres ámbitos: socioeconómico, etnocultural y político-institucional. Estas situaciones causales, que en el libro se desarrollan pormenorizadamente, son generadoras del conflicto y tienen y que ver con las tres D (desigualdad, discriminación, deslegitimación); frente a ellas se necesitan políticas y acciones orientadas a las tres R (redistribución, reconocimiento, representación).
Que bien harían políticos de un lado y otro de los Pirineos (y del mundo entero) –y mucha gente a pie de vecindad– en no atizar a propósito de los emigrantes, fuego en las ciudades, ni en avivar las brasas con declaraciones viscerales y populistas que solo detectan falta de análisis sosegados y dialogados.
Prefiero la luces de la catedral de Saint-Denis, conjugadas armónicamente en sus bellas cristaleras, a los fuegos (muchas veces fatuos) con los que se inflaman corazones irracionales tras soflamas contra los emigrantes poniendo la ideología por encima del evangelio. Y desear con el papa Francisco que sus espacios tengan como modelo de ciudad el de la nueva Jerusalén: “Los habitantes de la Nueva Jerusalén —sigue profetizando Isaías— mantienen siempre las puertas de la ciudad abiertas de par en par, para que puedan entrar los extranjeros con sus dones: ‘Tus puertas estarán siempre abiertas, no se cerrarán ni de día ni de noche, para que te traigan las riquezas de las naciones’ (60,11). La presencia de los migrantes y los refugiados representa un enorme reto, pero también una oportunidad de crecimiento cultural y espiritual para todos. Gracias a ellos tenemos la oportunidad de conocer mejor el mundo y la belleza de su diversidad. Podemos madurar en humanidad y construir juntos un ‘nosotros’ más grande. En la disponibilidad recíproca se generan espacios de confrontación fecunda entre visiones y tradiciones diferentes, que abren la mente a perspectivas nuevas. Descubrimos también la riqueza que encierran religiones y espiritualidades desconocidas para nosotros, y esto nos estimula a profundizar nuestras propias convicciones” (Mensaje para la Jornada mundial del Migrantes 25 de septiembre de 2022).