Da igual cuantos años estuviera la Península Ibérica bajo dominio musulmán o cuánto tiempo convivieran en ella las tres religiones monoteístas. Lo que está claro es que, si yo tenía algún gen procedente de esa época de convivencia e interrelación cultural, está más perdido que Wally en sus cuentos. Después de casi un mes por Jerusalén ya no me queda ni un ápice de duda de que se me nota que soy extranjera a una legua de distancia. No solo se hace patente en la ciudad vieja, donde los vendedores me asaltan en inglés, dándome la bienvenida e invitándome a comprar en sus puestos, sino también en cómo me miran los chiquillos cuando regreso a casa, en un barrio alejado del centro y pegado al muro que separa los territorios palestinos. Sus miradas, entre el asombro y el desconcierto, me devuelven que soy para ellos una especie de curiosidad exótica a la que sonríen, saludan o contemplan hipnotizados.
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Ser Casa
De manera inevitable, en un barrio lejos de las zonas de turismo pesa mucho más mi adjetivo, “la extranjera”, que el sustantivo que también soy. Este hecho hace que no pueda evitar pensar en toda la gente que, en los espacios donde yo me siento en mi salsa, se sienten mirados como pieza discordante, por más que se encuentren en el lugar que les es más natural y no sean “turistas de visita”. Me vienen a la cabeza todas esas personas que se sienten así en nuestros ámbitos eclesiales, notando que no acaban de encajar, que son vistos siempre desde el adjetivo y no desde esa verdad que es sustantiva a cada uno. Todos esos que, siendo la Iglesia su casa, no la perciben como un hogar cálido, donde ponerte las zapatillas y sentirte a gusto.
En el contexto de esta ciudad, santa para tantos, me venía a la cabeza esa promesa que Dios nos sigue lanzando a través del libro de Isaías: “Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria” (Is 66,18). Somos invitados a esa reunión que no diferencia a nadie y donde cada uno se sabrá y se sentirá parte de un mismo pueblo. Al final será el Señor quien derrumbe esas absurdas barreras que nosotros mismos levantamos. Y quizá, todos aquellos que, de un modo u otro, hemos ido dejando a las puertas de nuestras comunidades, que les hemos mostrado que no eran bienvenidos, que les hemos hecho creer que no son dignos de caminar con nosotros o que, directamente, les hemos despedido con cajas destempladas, serán quienes nos tengan que abrazar y acoger a nosotros, porque, a lo mejor, somos nosotros y no ellos los que estamos fuera de ese abrazo divino que sabe a hogar.