Meses atrás, los sacerdotes de mi ciudad tuvimos la habitual jornada de retiro. Una mañana de oración personal y comunitaria, alimentada con las oportunas reflexiones de un compañero. En este caso, Luis Ángel Plaza, sacerdote diocesano burgalés y actual director general del Instituto Español de Misiones Extranjeras (IEME). El tema escogido –“La misión hace a la Iglesia”– le venía como anillo al dedo, y bien que lo aprovechó para renovar nuestros sentimientos y nuestra comprensión de la misión, tan inexacta por diversos motivos. De entrada, nos señaló algunos de los errores más frecuentes.
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No somos “discípulos y misioneros” (primero discípulos y, después, misioneros), sino “discípulos misioneros”, como repite el papa Francisco. Desde las raíces bautismales, la misión es constitutiva del cristiano. Es algo identitario, del orden del “ser”; no se queda en el mero “hacer”. En los sacramentos de Iniciación cristiana recibimos el ser discípulos de Jesucristo junto con una misión que se ha de ir concretando a lo largo de nuestra vida en una vocación y con unos carismas, en unos compromisos existenciales.
Corazón del pueblo
Nos insertamos así en una Iglesia que es misión de Dios para el mundo. Cada cristiano se ha de identificar con estas palabras del Papa: “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo ‘soy una misión’ en esta tierra, y para eso estoy en este mundo” (EG 273).
La misión no es la tarea de unos pocos vocacionados, de los misioneros y las misioneras, a quienes los demás ayudaríamos en la retaguardia con nuestra oración y nuestro dinero. A esta visión parcial podrían contribuir –sin pretenderlo– algunas de las varias campañas misioneras que se celebran a lo largo del año.
La Iglesia existe como fruto de la misión y es posterior a ella. En cambio, nuestra mirada habitual nos hace ver a una Iglesia preexistente –la nuestra, la de aquí, la de siempre– de la que partirían los misioneros a evangelizar nuevos territorios. Según ello, la Iglesia precedería a la misión, pero no es así. Miremos, si no, a nuestras propias comunidades, nos pedía Luis Ángel; ninguna existe por sí misma y desde sí misma. Algo o alguien tuvo que venir desde fuera de ella que le dio el ser y le hizo existir.
En la cumbre de Dios
Cada evento evangelizador es el eslabón de una cadena que se pierde en los orígenes. Remontando aguas arriba el río de la historia de la salvación, la misión actual sube hasta las cumbres del misterio de Dios y empalma con él. Nace en Dios para terminar en Él y, mientras tanto, atraviesa a cada comunidad eclesial dándole el ser y su dinamismo evangelizador. Por eso, toda la Iglesia es misionera y actúa en permanente “estado de misión”.
Concluía el predicador estas advertencias con una frase programática sacada del Concilio Vaticano II: “El designio misionero dimana de Dios Padre, de su ‘amor fontal’ o caridad paternal” (cf. AG 2). El Padre es el origen sin origen, un manantial eterno que se vierte totalmente en el Hijo, y los dos lo comunican a su obra creadora con el don divino del Espíritu que de ambos procede.
La misión nace en el seno de Dios, que es abrazo permanente en el que las tres personas se comunican vida y amor. Con la encarnación del Hijo, el misionero del Padre, la misión surge en medio del mundo marcada con el sello de la Trinidad: un dinamismo de vida incesante, una fuerza imparable de filiación y fraternidad, una Palabra de luz y verdad que ilumina de continuo nuestro camino personal y comunitario. Si Dios es la fuente de la misión, no podemos reducirla a una simple tarea apostólica.
Fuente de agua viva
“Amor fontal”. Con estas palabras se compara el don del amor divino con una fuente, un agua viva “que mana y corre” (san Juan de la Cruz). ¿Por qué, para hablar de la misión, utiliza la Escritura el símil del agua? Mircea Eliade, entre otros autores, nos ha hecho ver lo que esta agua simboliza para la humanidad: “Cuanto el corazón desea puede reducirse siempre a la figura del agua, el mayor de los deseos, el don divino verdaderamente inagotable”. El agua de Dios, esa fuente de amor y vida que se desborda sobre nosotros, viene a calmar la sed insaciable del corazón humano que ninguna creatura de este mundo puede satisfacer.
Vivimos una época de sequía religiosa muy extendida. Nuestra humanidad no acierta a conectar sus justos deseos con las corrientes espirituales. Se da un desfase evidente entre lo que los hombres buscamos por nosotros mismos y lo que el agua espiritual nos regala. Y así los ríos visibles de las religiones históricas se van agotando lentamente, dejando detrás el desierto. ¿Qué está pasando? ¿Acaso no brota ya en las alturas el manantial de Dios?
Lo mismo que ocurre con el clima terrestre, es indudable que el clima espiritual también padece fases. Pero, ¿el “amor fontal” de Dios es cambiante y sujeto a límites o vaivenes? No, “Dios no se muda”, como escribe santa Teresa. Entonces, ¿qué? Siguiendo con la metáfora del agua, una parte se pierde por los huecos de las peñas, por los vacíos de nuestros olvidos y desprecios. Pero hay más agua.
Filtraciones del subsuelo
Una ingente cantidad, que solo Dios sabe, se filtra y enriquece el subsuelo, y puede reaparecer en la superficie, como en el caso del Guadiana, en puntos distantes e inesperados. Esta agua sumergida continúa su labor benéfica en el interior de los corazones, de los pueblos y de las culturas, y, aunque oculta, forma parte integrante de la misión. Es un agua que nuestra Iglesia no controla y que, por ello, corre el riesgo de ignorarla y darla por inexistente.
Pero se trata de la acción del Espíritu en las personas y en los grupos humanos, o en instituciones sociales y religiosas no directamente vinculadas a la Iglesia. “Esto [la acción de Cristo en el misterio pascual] vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible” (GS 22), lo afirmaban los padres conciliares con una convicción que desgraciadamente se ha ido debilitando entre nosotros.
Finalmente, está el agua que a través de una red de arroyos y ríos de superficie se encamina hacia el mar de Dios, origen y destino de nuestras vidas. Una parte de esta agua es la que Él ha confiado directamente a su Iglesia, desde Pentecostés hasta nuestros días. La Iglesia arranca en cada tiempo y lugar con el anuncio apostólico del Evangelio y el bautismo de las gentes que han creído en él. En cada acontecimiento de la historia y en cada cultura que se abre al impulso divino, ella nace y va tomando forma. La Iglesia se recibe de la misión divina y, a su vez, relanza esta misión hacia el futuro del designio de Dios. (…)
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LA MISIÓN Y LA IGLESIA SINODAL