(José Utrera– Vicepresidente de la Asociación Amigos de Lolo) Se llamaba Manuel Lozano Garrido, sus amigos lo llamábamos Lolo y era un joven de la Acción Católica (AC) de Linares. A los 22 años, la enfermedad le paraliza los pies y desde entonces su casa se convierte en una “sucursal” de la AC, desde donde continuó haciendo apostolado hasta su muerte. Él tenía un objetivo: “Llevar almas de joven a Cristo”, como decía su antiguo himno.
Lolo descubre que su vida tenía que ponerla al servicio de Dios a través de sus escritos. Ser periodista y ser apóstol fueron una constante en su vida y escribe con pasión, porque sabe que su vida será corta.
Se le paralizan las manos y escribe dictando. Los últimos ocho años los pasa ciego, todo esto entre continuas crisis que lo ponen al borde de la muerte, y en esas condiciones escribe nueve libros e innumerables artículos periodísticos que son un testimonio impresionante de amor a Dios y a los hombres.
La consecuencia de los que sufren este tipo de enfermedad es la angustia; con ella, la voluntad desfallece y lo que se desea es la muerte, pero Lolo descubre que el dolor no es sólo consecuencia del pecado, sino más bien un estado intermedio de purificación, ya que Dios quiere el perdón universal y la salvación del hombre.
Lolo le teme al dolor como le teme a la muerte, pero cuando descubre el valor sobrenatural del sufrimiento, lo acepta y lo ofrece. Y es en ese momento cuando en él se trasforma el dolor en alegría, que daba a todos y, en especial, a los enfermos; por eso, por su experiencia de dolor, puede decirles a los que sufren: “Desde que Cristo lloró en un olivar, las lágrimas redimen, y si no lo vemos delante de nosotros cuando sufrimos, es porque está a nuestro lado llorando también con nosotros”.
Lolo se sabía querido y poseído por Dios, de ahí su alegría; y por eso supo dar una ternura especial a toda su obra escrita. Testigos son las páginas de Vida Nueva en la década de los sesenta. Todos los que conocimos a Lolo pensamos que su vida fue un continuo Viernes Santo tocando a cada instante la Pascua de Resurrección.
La humildad de Lolo era su seña de identidad, y su labor como periodista y escritor fue especialmente reconocida. En 1971, la Conferencia Episcopal destacó su valía con la concesión del Primer Premio Bravo de Periodismo, pero él, siempre sencillo, nunca hizo ostentación de ese reconocimiento público a su obra.
Lolo era la humildad personificada. “Lolo era el amor vestido de dolor”, escribió en cierta ocasión Tico Medina. Su amigo José María Pérez Lozano le decía: “Somos conscientes de que el amor de Dios nos llega a través de ti”.
Hace casi cuarenta años que se nos fue con el Padre y, como dijo José Luis Martín Descalzo, “Cristo estaba en aquel cuerpo degollado por treinta años de sufrimiento feliz”. Su amigo Martín Abril escribió: “Yo creo que desde su sillón de ruedas debía escaparse de vez en cuando a la otra orilla y allí mojaba su pluma en tinta de eternidades. De otra manera no se concibe que pudiese hacer los descubrimientos que hizo ni ofrecernos las luces que nos ofreció”.
Lolo nos dejó un último mensaje, que decía: “Amigos, por un tiempo no nos veremos. Me adelanto al encuentro del Padre. Os agradezco que hayáis estado junto a mi muerte como estuvisteis junto a mi sillón de ruedas. Sigo vuestro y os renuevo mi cita en la alegría. Recordad que todo es gracia”.
En 2008, el Papa lo declaró Venerable y el pasado mes de febrero fijó la fecha del 12 de junio para su beatificación en Linares. Será, quizás, la primera vez que en España un seglar no mártir vaya a ser elevado a los altares, y eso tiene que llenarnos de alegría y de fuerzas para llevar a todos los hijos de Dios el mensaje gozoso de que, por el Bautismo, todos estamos destinados a la santidad.
Donde se depositen sus restos será lugar de peregrinación de periodistas, catequistas, maestros, ciegos y enfermos del mundo entero. Lolo fue un seglar que vivió un vía crucis de casi treinta años, ofreciendo su vida para ayudar y hacer felices a los que luchan para que la paz, la verdad, la justicia y el amor sean una realidad en un mundo cada día más materialista, indiferente y egoísta.
En el nº 2.710 de Vida Nueva.
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