Si la semana pasada hablábamos del infantilismo de una sociedad que no se acepta a sí misma y que cree que todo puede ser cambiado, ahora vamos a centrarnos en descubrir que el verdadero camino de maduración pasa por aceptar y querer lo que no puede ser cambiado.
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Para ello, no solo tenemos que aprender a querer la época en la que hemos nacido, el lugar en el que vivimos, el físico, el sexo y la familia que nos ha tocado, sino que también tenemos que ir más allá. Querer lo que nos ha venido dado es tan solo el punto de partida para vivir una vida plena desde la madurez.
Porque necesitamos también ser conscientes de que cada uno de nosotros somos extraordinarios en la historia de la humanidad porque no puede haber ni habrá nadie igual a nosotros. El saber que somos imagen de Dios y por tanto queridos tal y como somos, con nuestras cualidades y defectos, permite que nos aceptemos y aprendamos a querernos. Esta es la base para poder desarrollarse como personas y para poder crecer como tales.
La aceptación y el cariño hacia nuestro cuerpo, nuestra manera de ser, nuestro entorno, nuestra familia y el lugar en el que hemos nacido es la base principal que nos permite avanzar. No intentar luchar contra nosotros mismos y nuestras circunstancias, sino asumirlas para construir un futuro mejor a partir de ellas es signo de madurez y la base de una vida plena. Por ello, la Iglesia propone un trabajo personal que potencie aquellas cosas buenas que tenemos al mismo tiempo que un camino de mejora de aquellas en las que fallamos y somos peores.
Aceptación activa
No se trata, por tanto, de una aceptación conformista, de decir “yo soy así y no se puede hacer nada, esto es lo que hay por lo que así me quedo”, sino de una aceptación activa de nuestras limitaciones, de las cosas nuestras que no nos gustan y de aquello que también tenemos bueno. Y es activa porque no se limita a aceptarlo y no hacer nada, sino que a partir de esa aceptación construimos un futuro, intentando potenciar lo bueno y mejorar lo malo para así ofrecer a los demás lo que tenemos y hacerlo fructificar.
Las energías y los esfuerzos se orientan en una línea positiva de superación y de aprovechamiento. Se trata de un esfuerzo concentrado en que mi yo sea cada vez mejor y se perfeccione como tal. La aceptación de uno mismo es, por tanto, la base sobre la que se puede armar a una persona para poder crecer como tal y ofrecer a los demás lo mejor que se tiene. Se trata de aprovechar los talentos que nos han sido dados para hacerlos fructificar.