(José María Rodríguez Olaizola, SJ-Sociólogo jesuita) A veces tengo la sensación de que todos tenemos algo de islas. Vivimos en contacto con otras personas (muchas o pocas, eso ya depende, pues cada historia es única). Nos vemos a distancia (mayor o menor, pero distancia). Y entre esas gentes cuya vida se entreteje con la tuya va habiendo de todo: padres, hermanos, hijos, compañeros de trabajo o de comunidad, amigos, amores, jefes, subordinados, pareja, gente a quien atendemos, otros que nos atienden…
Y por más que se cruzan nuestros caminos, que nos reconocemos y compartimos partes del trayecto; por más que buscamos y, en ocasiones, hasta encontramos intimidad, cercanía, o amor… también hay en cada uno de nosotros un punto de soledad, de unicidad, de hondura a donde nadie más se asoma. Hay tantos pensamientos, ideas y emociones que nunca compartiremos… Tanto secreto en nuestros deseos, ilusiones, llantos o miedos. Hay tanta vida oculta, cotidiana, anónima, en nuestros días.
Ésa es una de las tensiones más fecundas, aunque también más dolorosas, de la vida. Moverse entre la soledad y el abrazo, entre la distancia y el encuentro, entre la diferencia y la unidad. Y así vivimos, tendiendo puentes o buscando barcos que nos ayuden a atracar, aunque sea por un tiempo, en puertos ajenos; abriendo nuestra tierra para que puedan hollarla pies distintos. Entre la alegría de descubrir a otros próximos en la vida, y el dolor de no poseerlos, de dejarlos marchar cuando llega el momento, de respetar sus tiempos, sus espacios, sus silencios.
Somos creados para el encuentro y la comunión. Y por toda la gente sola; por todos los llantos velados; por las heridas silenciadas; por los miedos ocultos; por tantos puertos cerrados; por los abrazos negados… no podemos rendirnos.