París, viernes 29 de septiembre de 1978. Como de costumbre, al final de la mañana llegan al Elíseo las primeras copias de ‘Le Monde’, y es una de las pocas ocasiones en que el autorizado periódico de la tarde puede anticipar a toda página la clamorosa noticia que los otros grandes rotativos internacionales publicarán solo a la mañana siguiente: Albino Luciani, elegido papa desde hace poco más de un mes, fue encontrado muerto en su cama en la madrugada de aquel día de principios de otoño.
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A las noticias y a los comentarios se les añade un editorial titulado “Le temps d’un sourire” (“El tiempo de una sonrisa”). Las primeras informaciones impresas ya aquella mañana por los periódicos romanos en ediciones extraordinarias y recogidas también por el periódico parisino, son las difundidas por un comunicado de la Santa Sede hacia las 7:30, un par de horas después del trágico descubrimiento. Se trata, sin embargo, de informaciones que bien pronto se revelan como no veraces.
Y, de hecho, a lo largo de los días siguientes serán primero rectificadas y más adelante desmentidas, en una sucesión de detalles que ofrecerán una imagen desastrosa del Vaticano. Esta torpe operación, naturalmente, no logra contrastar las voces de una muerte no natural de Luciani.
Conspiraciones y misterios
Pero, mientras tanto, esas voces se multiplican y el comportamiento de las autoridades de la Santa Sede termina incluso por fortalecer un género literario policíaco –con tramas de conspiraciones y misterios más allá de la Muralla Leonina que llegan hasta el asesinato de un papa–, destinado a inspirar artículos, libros, películas, y constituyendo un filón que será alimentado en las décadas sucesivas por los reiterados escándalos vaticanos.
En el centro de la primera plana del conocido periódico parisino destaca una viñeta de Konken en la que el pontífice aparece tirado en el suelo, exánime; las gafas hechas añicos junto a su cuerpo, aplastado por una enorme tiara. Parece precisamente una paradoja del destino, porque Luciani no había sido coronado con el ‘triregnum’ (la triple corona).
Su predecesor, Pablo VI, después de la tradicional ceremonia de coronación, ya había dejado de usar esta especie de tocado de origen medieval –constituido por tres coronas superpuestas y símbolo del poder papal–; más aún, en su segundo año de pontificado, había depuesto la tiara sobre el altar de San Pedro para ofrecerla a los pobres.
Aparente paradoja
Pero esta aparente paradoja es explicada en ‘Le Monde’ en un texto publicado junto a la viñeta, donde Robert Escarpit escribe del pontífice: “El peso de su carga apenas asumida no ha sido ajeno a su imprevisto final. Cargándolo con este lastre, el cónclave le ha augurado las fuerzas de soportarlo. La respuesta, sin embargo, es lamentablemente cruel: nuestro siglo es hasta tal punto pesado que nadie puede cargar una parte sobre sus hombros sin correr el riesgo de resultar aplastado”.
Es imposible imaginar qué clase de papa habría sido Luciani: una figura desconocida, de hecho, y seguramente poco relevante, pero a la que muy pronto fueron atribuidas intenciones de una reforma radical de la Iglesia y cuya imagen fue iluminada de golpe por su inesperada y enigmática muerte.
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El ‘shock’ provocado en 1978 por la repentina y totalmente inesperada muerte del nuevo papa fue aumentado por el hecho de que esta circunstancia no se repetía desde hacía casi cuatro siglos, cuando murió León XI en 1605, el discípulo de Felipe Neri que había sido elegido apenas veintisiete días antes.
Otros pontificados breves
Y más breves todavía –sin remontarse más allá en el tiempo– habían sido los pontificados de Urbano VII en 1590 y, sobre todo, el de Marcelo II en 1555, cuya elección había sido “una clara victoria del partido de la reforma”, como escribió Hubert Jedin en su ‘Historia del Concilio de Trento’.
Pero tal vez se repiten estas expectativas de renovación en cada elección papal, precisamente por el rol único de los sucesores de Pedro, como muestran el origen y la difusión desde el Medioevo de la espera recurrente de un mítico papa ‘angelicus’, a pesar de que demasiadas veces la inadecuación de los pontífices desmientan esas esperanzas.
Quizás de ahí vengan las cuestiones que plantea el laico Alberto Cavallari –que había conocido a Luciani en Venecia el año 1970, cuando el periodista dirigía ‘Il Gazzettino’ y se había encontrado con el patriarca recién nombrado pocas semanas antes– en la primera página del ‘Corriere della Sera’ del 30 de septiembre de 1978: “¿Cómo es que el Espíritu Santo ha cambiado de parecer en tan solo treinta y tres días? ¿Cómo es posible rehacer una elección sin contradicciones? ¿Cómo volver a empezar desde el principio? No hay que olvidar la pregunta de los laicos. ¿Por qué? ¿Por qué la muerte ha aplastado a un papa que “apenas había comenzado a sonreír”? En definitiva, la pregunta de un hombre cualquiera que ha visto pasar el meteorito de un papado: ¿quién era Juan Pablo I? ¿Qué podía haber sido para la humanidad?”.
Al periodista le interesa poner de relieve, sobre todo, “la perplejidad de una sociedad laica, secularizada, desacostumbrada a razonar sobre el misterio, que de golpe se encuentra a vueltas con lo inexplicable y de repente advierte hasta qué punto se hace el misterio presente en la historia (no solo en la Providencia)”.
La muerte, muy presente
A continuación, Cavallari vuelve a evocar con rasgos vívidos y conmovedores el coloquio mantenido ocho años antes con el patriarca que vestía “un sencillo traje de cura, más bien desgastado”, y recuerda cómo entonces hablaron también de Dino Buzzati, coterráneo de Luciani: “Dijo que le gustaban aquellos relatos llenos de bosques, con ardillas que hablan con los pájaros” y “añadió que le gustaban estas fábulas de un escritor que “nunca olvida la muerte”.
En ese momento, apenas había pronunciado esa palabra, se detuvo y dijo: “No debería hablar de esto con usted esta mañana. Sé que, hace poco, la muerte le ha arrebatado a su madre. Pero consuélese, déjese consolar, aleje el dolor. La muerte forma parte de la vida, es signo de que vivimos para retornar al Señor. Piense que su mamá ya está en el cielo”“.
Ahora –concluye el periodista– “me parece que su muerte le asemeja; esta muerte que le sorprende durante el sueño, pocos días después del comienzo de su pontificado, tan cargada de misterio, de estupor, de alegoría, en un mundo que ha perdido el sentido de lo imposible”.
La dimensión del misterio es evocada para Luciani por otro interlocutor de Pablo VI, el pensador francés Jean Guitton. Quien se interroga sobre el brevísimo pontificado de Luciani es su sucesor, que en el primer aniversario de su elección, el 26 de agosto de 1979, visita las localidades más vinculadas a la memoria de Juan Pablo I y le dedica cuatro intervenciones: las homilías en Canale d’Agordo, y en Belluno, las palabras antes del Ángelus sobre la Marmolada, y el discurso de despedida en el aeropuerto de Treviso. (…)