Cuenta una muy antigua leyenda que el dios Zeus le regaló al hombre una tinaja plena de todas las cosas buenas. El hombre, cuya necesidad de tenerlo todo claro y vivir para la certeza, tan incrédulo siempre, destapó la tinaja para corroborar su contenido. Al hacerlo, el contenido comenzó a escaparse volviendo a los dioses. Apresuradamente, cerró de nuevo conservando sólo la esperanza.
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De tal manera, la esperanza se transformó en el consuelo del hombre en el presente. Quizás por ello, para la cultura griega, la esperanza es la proyección del propio ser del hombre. Escribe San Pablo que “nos gozamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra constancia; la constancia, aquilatamiento; el aquilatamiento, esperanza, y la esperanza a nadie deja corrido” (Rm 5, 3-5).
Según el Apóstol, la esperanza está garantizada por el amor de Dios. En sus palabras sustentadas por su propia experiencia humana, asienta la infalibilidad de la esperanza. Infalible debido, en primer lugar, al amor infinito de Dios; y en segundo lugar, sustentada en el hecho de la muerte de Cristo: “”en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 7-8). En el amor de Dios se sostiene la esperanza. Ese amor que, precisamente, “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13,7). Su amor no se acaba nunca y, en ese amor, se debe fundamentar la esperanza humana.
La esperanza no defrauda
En la Audiencia General del 11 de noviembre de 1998, el papa Juan Pablo II explicó que San Pablo subraya el vínculo íntimo y profundo que existe entre el don del Espíritu Santo y la virtud de la esperanza. Escribió el Apóstol que “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5) Por tal motivo, la esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y que encuentra su modelo y origen en Abraham, el cual, “esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4,18).
Por ello, en medio de todo tiempo de incertidumbre y pesimismo, el mensaje de esperanza que viene de Jesucristo ilumina todo horizonte para sostenernos y protegernos en el buen combate de la fe (cfr Rm 12,12). Esperanza que se nutre de la oración, particularmente del Padrenuestro que, según nuestro Catecismo, es resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear (1820).
Gloriarnos en la esperanza
En la Audiencia General del 15 de febrero de 2017, el Papa Francisco nos advierte que gloriarnos, es decir, presumir, no es algo bonito. Presumir nos presenta como soberbios e irrespetuosos con los demás. Sin embargo, señala que el Apóstol propone algo muy distinto, y no sólo propone, sino que nos exhorta, nos invita a presumir, pero ¿qué cosa puede hacer lícito este acto? Lo hace lícito, por un lado, presumir de la abundancia de la gracia de la que estamos impregnados en Jesucristo, por medio de la fe. San Pablo, por otro lado, invita a presumir de la tribulaciones: “nos gloriamos hasta en la tribulaciones” (Rm 5,3) ¿Pero por qué gloriarnos en la desgracia, en medio de los infortunios? ¿Tiene algún sentido?
Sí, lo tiene bajo el presupuesto de experimentar la gracia del amor de Dios y, por ese amor, la certeza de su acompañamiento permanente. Entiende el Papa Francisco de lo expuesto por San Pablo que la paz surge de la fe, ya que provoca la paciencia “porque sabemos que, también en los momentos más duros e impactantes, la misericordia y la bondad del Señor son más grandes que cualquier cosa y nada nos separará de sus manos y de la comunión con Él”. Por esta razón, la esperanza cristiana es sólida y nunca decepciona. “Nunca decepciona. ¡La esperanza no decepciona!” Paz y Bien.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela