De tanto en tanto, salta la noticia de un presunto milagro eucarístico. El último que me consta consistía en una gran hostia, expuesta a la adoración, que adquiría volumen y lo perdía, en un movimiento semejante al del corazón en sus fases de sístole y diástole; para hacerlo fácil: la hostia latía visiblemente como un corazón.
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En la historia de la Iglesia se ha dado un número considerable de “milagros eucarísticos”. Son famosos los de Lanciano, Bolsena y Siena, en Italia, pero también los hubo en Bruselas, Tumaco (Colombia) o Alboraya (Valencia). A veces, el milagro consiste en que la hostia se muestra como carne humana o el vino se transforma en sangre, susceptible de ser analizada y de constatar incluso el grupo sanguíneo al que pertenece. Otras veces, la presencia de la Eucaristía ha detenido un tsunami de forma totalmente inexplicable.
Se cuenta que, en la capilla del palacio del rey de Francia (¿san Luis?), se estaba celebrando la misa. Al levantar la hostia en la consagración, el sacerdote y los fieles ven claramente dibujada en ella la imagen de Jesús Niño. Uno de los presentes sale corriendo hacia el despacho del rey y le dice: “Majestad, venga rápido a la capilla; en la hostia consagrada se ve perfectamente la imagen del Niño Jesús”. A lo cual, con toda serenidad, el rey cristiano responde: “Vayan ustedes si no tienen fe; yo creo en la real presencia de Jesús en la Eucaristía; no me hace falta verlo”.
Algo cotidiano
Querido lector, quiero reclamar tu atención sobre el milagro eucarístico que se viene produciendo desde siempre en tu parroquia. Se trata de un milagro cotidiano, no ocasional; y de un milagro que no es excluyente, porque se realiza en todo el mundo. Se trata de convertir un poco de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, hecho alimento para nosotros. ¿No es este el auténtico, el inexplicable, el fabuloso milagro eucarístico?
Y para que no parezca un milagro químico, hecho por las manos de un sacerdote-alquimista, a mí me encanta verlo del revés. El milagro no es tanto que el pan y el vino se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo (transubstanciación), sino que todo un Dios eterno e infinito quiera no solo hacerse hombre (encarnación), sino rebajarse a ser pan y vino para acompañar nuestro camino. ¡Este es el milagro eucarístico por excelencia! ¡Y tiene lugar todos los días en tu parroquia!