Los comienzos de curso siempre son complicados. Como delata la física y sus leyes, reiniciar el movimiento cuando hemos estado en situación de reposo requiere aplicar una energía extra que nos permita vencer la fuerza de la inercia. Así que, hasta que no se recuperan las rutinas, todo se hace complicado. Los inicios, además, han coincidido en mi caso con una concentración bastante interesante de actividades durante septiembre, lo que está convirtiendo a este en un mes interesante, a la par que intenso. Esto explica que no sean pocas las personas que me han preguntado en estos días, entre el asombro y el desconcierto, cómo podía estar manteniendo el ritmo frenético de esta temporada. En medio de estos cuestionamientos y refiriéndose a otra cuestión, escuché a una amiga mía (un saludo, Marta) comentar algo que todos hemos experimentado alguna vez.
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Ella compartía que en ciertas ocasiones se veía a sí misma llevando adelante un montón de tareas y responsabilidades con mucha paz interior y sin que los trajines le supusieran nada más allá del cansancio propio de la actividad. En cambio, en otros momentos, la misma carga de trabajo y las mismas velocidades se viven de un modo muy distinto cuando algo falla en cómo estamos por dentro. Y a mí me daba por pensar que, del mismo modo que tenemos que asumir la fuerza de la inercia cuando tenemos que arrancar con el curso, también tendríamos que asumir la importancia del centro de gravedad para mantener el equilibrio vital.
La armonía
No tengo ni idea de arquitectura y mis conocimientos de física se remontan al colegio, pero lo que sí sé es que los edificios se mantienen en pie gracias a que el centro de gravedad y la masa se encuentran bien armonizados. El equilibrio imposible de las llamadas Torres Kio de Madrid tiene que ver con esa especial atención a dónde se encuentra su centro de gravedad y cómo se distribuye el peso del edificio. Quizá a nosotros nos sucede algo parecido, de tal modo que la carga de cuanto hacemos solo nos desestabiliza en la medida en que nuestro centro de gravedad, ese que está en nuestro interior, que remite a lo esencial y a lo que nos resulta valioso, no se encuentra bien situado.
Mantener el corazón y la existencia en aquello que nos da sentido y saber, desde ahí, armonizar todo lo demás parece ser la clave para que, cansándonos físicamente, no nos agota por dentro. No es de extrañar que Jesús nos invite a situar el Reino de Dios y su justicia en el centro y, lo demás, se colocará por añadidura (Mt 6,33).