Hace cuatro años, en la ceremonia de los Premios Goldman, el máximo galardón concedido a activistas ambientales, Francia Márquez se autodefinió como “parte de un proceso”. Concretamente “el de aquellas mujeres que utilizan el amor maternal para cuidar el territorio como espacio de vida. De los que alzan la voz para detener la destrucción de ríos, bosques y lagos”.
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Toda su vida ha alzado su voz en defensa de la Tierra. Esta mujer afrocolombiana de cuarenta años, nacida en una choza sin piso en el remoto pueblo de La Toma, en Cauca, fue madre soltera y se vio obligada trabajar como empleada doméstica para mantener a dos hijos y pagar sus estudios de Derecho. Francia Márquez conoció la valentía de los “nadie”, hombres y mujeres relegadas a los márgenes de un sistema que excluye a más del 40 por ciento de la población nacional.
Su fuerza, tan invisible como indomable, hizo que en 2014 caminara 130 kilómetros hasta Bogotá para denunciar la contaminación que producen las minas legales e ilegales en su región. La marcha convenció al gobierno para entablar un diálogo. Pero convirtió a Francia en un objetivo. Tuvo que abandonar su comunidad para escapar de las amenazas de muerte. Ocurre a menudo en Colombia, el país más mortífero para los ecologistas, con un promedio de un defensor de los Derechos humanos asesinado cada dos días. Y, pese a todo, pocos se dan por vencidos.
Francia Márquez no lo hizo, al contrario, combinó la militancia política con su compromiso con la Casa común. Hace unos meses fue elegida para la vicepresidencia del país, la primera mujer negra en la historia patria. El lema de su campaña fue, Yo soy, porque nosotros somos. Quiso subrayar que somos parte de un proceso de resistencia que une la historia de los nadie.
El buen vivir
En particular, las nadie, las mujeres pobres y de minorías de la inmensa Colombia rural, en primera línea de la batalla por “el vivir sabroso”, la versión nacional del “buen vivir”, un término latinoamericano que implica el reconocimiento de los derechos de los seres humanos, así como del territorio y las comunidades. Y que presupone esa paz frágil pero aún posible, que comenzó en 2016 con el acuerdo entre el gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Uno de los puntos clave del texto es la reforma agraria para permitir el acceso a la tierra de los campesinos, una de las raíces del conflicto desde hace décadas. El problema sigue sin resolverse por la oposición de terratenientes, grandes empresas nacionales y multinacionales, además de grupos criminales que no quieren perder los cultivos de coca. Un cruce de intereses que alimenta la violencia. En 2021, hubo al menos 162 conflictos ambientales en el país. Además, más de la mitad de los 168 activistas asesinados ese mismo año eran pequeños agricultores y ambientalistas. Las mujeres constituían un tercio del total.
*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva