Entonces se les ocurrió preguntarse quién sería el más grande. Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, tomó a un niño y, acercándolo, les dijo: “El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el más pequeño de ustedes, ese es el más grande” (Lc 9,46-48).
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De estas tres “simples” líneas que nos regaló el Señor, podríamos desmenuzar cientos de enseñanzas que nos ayudarían mucho a nuestra salvación como personas, como sociedad y humanidad. Solo por nombrar algunas características de una buena infancia que podríamos imitar y que me causan profunda admiración están, por ejemplo, la capacidad de vivir en el presente, el relacionarnos con los demás libres del ego, la capacidad de confiar en el otro con absoluta inocencia, el goce con el juego como modo de acceder a la realidad, la autenticidad para expresar las emociones y pedir ayuda en cuanto haya necesidad, etc.
Infancias heridas
Sin embargo, sabemos que muchas niñas y niños experimentan y experimentaron infancias muy diferentes a estas desde muy temprana edad y, lejos de gozar del cobijo, seguridad, amor y protección de quienes deben proveerlo, resultaron heridos de mayor o menor gravedad en su autoestima, psique y a nivel espiritual. Nos referimos a los niños/as interiores que viven ocultos en cada uno de los seres humanos de este planeta y que necesitan, al menos, ser recibidos por sus propios huéspedes, como si fuese el mismo Señor, para cobijarlo, sanarlo y darle todo lo que en su momento no recibió.
En la medida que vayamos recibiendo, integrando y aprendiendo a convivir mejor cada uno de nosotros con ese pequeño/a que habita en nuestro corazón, con sus heridas, demandas, dolores, expectativas, pataletas, retraimientos y pucheros, podremos convivir mejor con nosotros mismos, con los demás y hacer este mundo un poquito más compasivo y fraterno.
Por qué el niño interior es el Señor
Hacernos pequeños, como sugiere la frase del evangelio de San Lucas, implica desenmascarar al ego que tanto nos ha servido para ocultar con cientos de máscaras o capas a este niño/a que muchas veces llora en nuestro interior. Por años, nos resultó posible acallarlo con logros, bienes materiales, conquistas emocionales, adicciones o modos de ser que nos hicieron creer que las heridas recibidas habían desaparecido.
Realmente, muchos, entre los 35 y los 45 años, creímos haber dejado en el pasado a esa niña perfecta, a ese niño tímido, al inseguro, al temeroso de la soledad, del rechazo, del abandono… oculto bajo cerros de diplomas, un abultado bolsillo o una apariencia de actor. Hasta que, pasada esa edad, y aparentemente sin avisar, ese pequeño gritó más fuerte y su pataleta nos quitó el control de nosotros mismos y la paz. Lejos de ser una maldición, ese llamado es el mismo Señor que nos ofrece la oportunidad de rescatar nuestro verdadero ser y hacernos grandes en el amor y en la libertad de integrar lo que somos con lo que hacemos.
El rescate duele
Obviamente, rescatar el ser primero implica reconocer nuestra condición de niños, de creaturas frágiles, vulnerables y, por lo tanto, profundamente heridos y sin el control de nuestra vida. Cada uno de nosotros fue concebido en un tejido relacional (en vínculos) preexistente que tenían luces y sombras que nos regalaron presencias y ausencias en nuestra conformación. Hubo en nuestra construcción amor y desamor, cimas y simas que nos configuraron misteriosamente para ser lo que somos hoy. Como las líneas de un código de barras, cada vínculo y nuestra sensibilidad marcó un rasguño en nuestra alma que nos selló en nuestra identidad. Por lo mismo, al ir al rescate de nuestro niño/a interior nos dolerá mucho por dos razones:
- Por las voces tóxicas del ego: que hará todo lo que esté a su alcance para alejarnos del Señor. Salir de la inconsciencia requiere coraje, perseverancia y mucha oración para no oír las voces internas y externas que querrán sacarnos de este camino de liberación.
- Porque a nadie le gusta sentirse vulnerable ni sufrir: es el misterio del “software humano”. Realmente, aprendemos y crecemos cuando hay sufrimiento. No lo podemos evitar. Solo nos queda vivirlo con sentido y saber que, detrás de cada padecimiento, se nos ofrece más libertad y paz.
Dolores marcados a fuego
Dentro de las heridas que todos atravesamos en nuestra infancia con mayor o menor intensidad, siempre hay una que lleva el titular. Podríamos aventurarnos a decir que queda sellada como una marca de fuego que es casi imposible de sanar. Hay personas que narran, por ejemplo, cómo su niño interior quedó grabado con el deber ser a tal forma que son incapaces de decir que no cuando ya no pueden más. Otros se culpan hasta inmolarse porque les quedó sellada en su psique que todo lo malo que pasa en el mundo es su responsabilidad.
Hay quienes también creen que siempre serán una molestia para los demás, aunque sean profundamente amados. Así, hay “frases quemantes” que se edifican como verdaderas carreteras neuronales que afectan la vida entera de una persona porque su niño herido no la deja de repetir sin cesar y actúa conforme a esa creencia errada, sin poderla erradicar. Para esas marcas tan intensas, que representan verdaderos traumas en la psique de un ser humano, solo se puede sanar como quien borra un tatuaje.
Un nuevo relato emocional
Hay que ir punto por punto, paso por paso, haciendo un nuevo relato emocional y neuronal que le haga “la contra” al que ya está. Verbalizarlo, repetirlo, compartirlo son los primeros pasos para recibir a ese niño/a herida y convencerlo de que eso que creía a “rajatabla” ya no es verdad. Habrá que ocupar todos los argumentos racionales, emocionales y terapias necesarias para convencerlo de esta realidad, pero, sobre todo, abrazarlo, contenerlo y darle la seguridad plena que lo que pasó una vez ya no volverá a pasar.
Si muchos reconocemos y recibimos a nuestros pequeños que nos habitan con más compasión y menos rigurosidad, estaremos recibiendo al mismo Cristo y nos podremos asemejar más a Él con nuestra singularidad. Vale la pena intentarlo y, de paso, sanamos a todos los niños/as heridas que andan haciendo estragos por no estar siendo escuchados por quienes los deberían acoger y sanar.