Hace 60 años yo tenía 10… y en octubre, como va a ocurrir este domingo 23, se celebró el Domingo Mundial de las Misiones. Después de la misa en el colegio salesiano, a los alumnos “mayorcitos” y responsables como yo, se nos confió una hucha acompañada de muchas pequeñas banderitas, y se nos envió, de dos en dos, a participar en la “cuestación” para ayudar a los misioneros.
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Más allá de lo que podía pesar en nosotros la motivación religiosa, había otro factor que nos impelía fuertemente a participar: con la hucha en la mano, ese día había barra libre en los transportes públicos. Podíamos subir al tranvía, a los autobuses e incluso al metro en Barcelona… ¡gratuitamente!
Sin encomendarnos a Dios ni al diablo, sino a nuestra sola ansia de aventura, sin mediar aviso a nuestros padres, un compañero y un servidor nos lanzamos a la conquista de Barcelona, a diez kilómetros de Badalona, nuestra ciudad. No era cualquier cosa para dos niños de 10 años tomar un tranvía, luego un autobús y finalmente el metro para llegar a la Plaza de Catalunya, centro neurálgico de la capital catalana, y ver pasar ante nuestros ojos nada menos que a Pablito Calvo, niño protagonista de una película proyectada en la televisión –en blanco y negro– esa semana.
Regresamos sin mayores incidentes y entregamos, como era debido, la hucha: no resultó demasiado pesada, porque estuvimos más atentos al objetivo turístico que a la cuestación.
El virus de la donación
Ahora mismo me sorprendo de la libertad de que gozábamos siendo niños, de la confianza que se depositaba en nosotros, de cómo se nos implicaba en campañas humanitarias (el Domund no era la única cuestación, había varias cada año), del ideal de compromiso misionero que se nos proponía… Las lecturas, las conferencias, los testimonios directos de misioneros de visita en España nos inoculaban el virus de la donación personal, del trabajo por el Reino, de la oración apostólica, de la ayuda económica. A mí me marcó.
Luego vendría enseguida, para los jóvenes, la propuesta de ser catequistas, monitores-educadores para el tiempo libre, el voluntariado de corta y larga duración, el compromiso en las ONG y tantas otras cosas que estimulan y canalizan el ansia de bien, de justicia y de igualdad que anida en el corazón de casi todos los jóvenes.
El Domund tiene que seguir siendo un evento importante no solo ni principalmente por su dimensión económica, sino por su valor educativo y concientizador.