Como decíamos la semana pasada, la cultura del agradecimiento reconoce que siempre lo que recibimos es mucho más de lo que nosotros podemos ofrecer a los demás. Esto rompe totalmente con la idea de la equivalencia que impera en la economía, es decir, con la concepción de que lo que damos tiene que equivaler a lo que recibimos en cualquier momento, por la que cuando hacemos un intercambio tenemos que comprobar cuál es la contrapartida para saber qué es lo que está dispuesto a ofrecer.
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En la cultura del agradecimiento, sé que nunca podré ofrecer tanto como he recibido, por ello no me coloco en la limitación de la equivalencia, sino que ofrezco para los demás lo que soy, lo que sé, lo que hago y lo que trabajo. Ante el don recibido intento responder siendo yo mismo y lo que hago don para los demás. Dejo de preocuparme por la equivalencia o los resultados de mis esfuerzos para concentrarme en lo que hago.
Esta manera de entender la vida desde el agradecimiento conlleva que no nos esforzamos para el éxito ni para la consecución de nuestros objetivos, sino para poder ofrecer cada día más y mejor aquello que hago y aquello que soy. Mi esfuerzo ya no está buscando una recompensa, porque esta ya la tengo, me ha venido dada con anterioridad. Con mi esfuerzo busco ser regalo para los demás. Se trata de un esfuerzo que ya no mido por los resultados exteriores o la recompensa obtenida, sino por la consecución y la mejora de aquello que hago y que doy.
Colaboración con el otro
En la cultura del agradecimiento mi esfuerzo no va contra nadie, no tengo que vencer a nadie ni competir con él. Lo que hago es buscar la colaboración con el otro para ofrecerle y que me ofrezca. Así, en los contratos económicos, las dos partes dan lo que les corresponde sabiendo que van a recibir la contrapartida por el agradecimiento del otro.
La economía se ve como una oportunidad para la relación y no como una ocasión de éxito o de ganancia. Si me comprometo a dar clases a alguien a cambio de una remuneración, voy a intentar hacerlo lo mejor posible y me esforzaré para que la persona que las reciba pueda aprender bien. El esfuerzo no busca una recompensa, sino ser capaz de ofrecer lo mejor para que el otro esté satisfecho.
Cuando ambas partes se esmeran en ello y entienden así el intercambio económico, el agradecimiento y la satisfacción surge de la relación que se establece en él. El alumno agradece las clases recibidas que le permiten aprender y el profesor disfruta ofreciendo lo que sabe para el aprendizaje del otro. El esfuerzo por enseñar y por aprender va más allá del contrato y de la equivalencia para transformarse en una relación fructífera para ambas partes. El esfuerzo tiene sus frutos, no en el éxito, sino en una vida con sentido que ofrece y que recibe sin necesidad de preocuparse por la equivalencia entre lo dado y lo percibido.