Los límites tienen mala prensa. Algo se mueve en el corazón humano que nos hace pensar que los límites nos cohiben, nos cercenan y que si no los tuviéramos seríamos más felices y más libres.
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También son mal vistas las fronteras. Como enemigas incómodas que nos recuerdan que hay espacios que empiezan y acaban y por los que transitar conlleva siempre algún tipo de tasa o coste.
Ni qué decir de las murallas, esos elementos que con frecuencia asociamos a la violencia, a algo antiguo y fuera de lugar en medio de un mundo civilizado y progresista.
Sin embargo, creo que a veces perdemos lo bueno que unos y otras nos ofrecen. ¿Qué sería de un lienzo si el pintor no tuviera en cuenta el límite? ¡Cuántos paisajes completos nos habríamos perdido! ¿O cómo compondría un musico desoyendo el límite de cada nota, cada cual con la duración que en cada momento le pareciera oportuno?
La muralla de Ávila
Las fronteras separan, cierto. Pero también dan identidad y pertenencia. Nos informan de dónde estamos, qué podemos esperar y qué no. Y atravesar cualquiera de ellas, en sentido físico o figurado, nos ayuda a transitar, a hacernos consciente de que estamos cambiado de territorio o de piel o de juego o de país o de vida.
Pocas murallas existen ya. No hablo de muros artificiales y menos de vallas con descargas eléctricas. Eso es otra cosa. Hablo, por ejemplo, de Ávila. De esa muralla limpia y generosa que se extiende por el horizonte castellano envolviendo la ciudad. Serenamente. Podría parecer que separa, pero también une. Sus puertas están abiertas. Entra y sales por ellas y la muralla se mantiene ahí, en pie, erguida, humildemente firme, tanto como sus cimientos.
Me gusta la gente que conoce sus límites y no solo los acepta: los ama. Y con ellos y desde ellos sigue creciendo. Volando, incluso. Aunque a veces parece más fácil volar que caminar paso a paso.
Me gusta la gente con fronteras claras y francas. Esas por las que puedes transitar libremente. Conscientemente. Sin dudas ni ambigüedades. Y si las traspasas, sabes que lo estás haciendo, conjuntamente.
Me gusta la gente con murallas firmes y serenas. Te invitan a entrar y puedes salir cuando quieras. Y cuando las miras de lejos sabes que están ahí. No se van nunca. Te esperan siempre. Porque cuanto más se elevan, como ocurre con los árboles, más hondos son sus cimientos, sus raíces. Cuánta seguridad te dan.
Aunque de vez en cuando, no lo niego, todos necesitamos correr campo a través. Yo también. Pero eso será para otro día.