Tiburón eclesial


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Durante las últimas semanas, estamos revisitando en casa las películas de la saga jurásica iniciada por Steven Spielberg (con sus correspondientes pausas para explicar lo sucedido, para anticipar algún que otro susto, para sufrir un repentino ataque de tos cuando suena esta o aquella palabra y para que se escuche aquello de “papi, que no me dejas ver” cuando se produce algún incidente desagradable). Hasta ahora hemos visto las tres primeras películas y mi hijo está fascinado con las criaturas prehistóricas en movimiento. Los errores en relación al registro fósil real no parecen causar mella en su asombro. Y eso da para una reflexión eclesial.



Con la boca abierta

Con el paso de los siglos, la Iglesia ha perdido gran parte de la capacidad sorpresiva de la que gozaba en siglos pasados. O, muy probablemente, la capacidad seguía ahí porque no dependía de las personas en sí mismas, ocurriendo que lo que quedó estancado fueron palabras, formas y actitudes frente a un mundo en constante cambio.

El entretenimiento se transformó en industria y vio como algo bueno la saturación emocional y el abotargamiento intelectual. Hablar de Buena Noticia empezó a sonar a viejo, decrépito y opresivo. En particular, hablar de Buena Noticia igual que en la Edad Media, aunque se hiciera a través de los medios técnicos más revolucionarios.

La capacidad humana para asombrarse fue paulatinamente sustituida por la predisposición a ser deslumbrado. Parece lo mismo, pero en una media la eterna pregunta del por qué, mientras que la otra consiste en un ensimismamiento sin cuestionamientos que enseguida deja un vacío que necesita ser llenado de nuevo con otra dosis de lo mismo.

Miraba a mi hijo, a veces con la boca abierta, haciendo preguntas, matizando imprecisiones, enfadándose por ciertos desarrollos argumentales y lo comparaba con nuestra Iglesia, donde esas actitudes han sido tradicionalmente reprimidas.

Durante mucho tiempo no ha estado bien visto hacer preguntas incómodas (pero incómodas de verdad, no solo para generar escándalo vacío de contenido). La manifestación de nuevas y espontáneas formas de creatividad evangelizadora han sido escrutadas con lupa antes siquiera de haber generado fruto alguno que pudiera ser puesto en tela de juicio. Se ha perseguido la divergencia teológica y señalado a quien discurría por nuevas sendas del pensamiento. Se han cerrado, en definitiva, muchas bocas que contemplaban la Buena Nueva con el asombro de la primera vez.

Nace el tiburón

No le he puesto el título a esta entrada de manera engañosa. Las dos primeras películas de Parque Jurásico fueron dirigidas por Steven Spielberg, el mismo director que aterrorizó a medio mundo con la película Tiburón.

Aquella cinta presentaba al tiburón blanco como un superdepredador implacable que devoraba todo lo que le quedaba al alcance. Contribuyó a alimentar el odio irracional hacia una criatura que no es basalmente más sádica que otras, sino que se limita a satisfacer sus necesidades alimenticias. Cuarenta y siete años después de aquella película, el odio y temor al tiburón blanco permanecen en el imaginario colectivo, aún con la enorme cantidad de esfuerzos para minimizarlo en base a evidencias científicas.

dinosaurio

Pues con los dinosaurios hizo otro tanto de lo mismo. A los herbívoros los presenta como seres pacíficos, casi inertes. A los carnívoros, como despiadados asesinos para quienes cualquier momento es oportuno para arrebatar una vida. Mi hijo decía a veces con cierta indignación: “¡Pero si acaba de comer! ¿Por qué vuelve a cazar?”. Y no le falta razón.

Pero no todo el mundo se pregunta lo mismo. Aquellas películas sentaron las bases para todos los desarrollos argumentales posteriores, tanto en la percepción de los grandes reptiles como simplificando la diversidad biológica de la prehistoria a tres o cuatro especies fáciles de recordar, como si no hubiera habido más terópodos que el tiranosaurio ni más dromeosáuridos que el velocirraptor. Y eso que ha habido muchas producciones realmente fieles al registro fósil. Pero no calaron tan masivamente como las películas de parque jurásico y sus secuelas más recientes.

La cosa perdura

¿Qué tendrá que ver esto con la realidad eclesial? Suelo preguntar lo mismo, ¿verdad? Pero el caso es que tiene mucho que ver.

La capacidad de asombro y esa concepción que, aunque errónea, se asienta y perdura en el tiempo son dos factores que nos han lastrado a nivel eclesial. Hay muchos tiburones sueltos en las sacristías, colegios y hogares. Pero no desde el punto de vista del depredador implacable (que también, pero requiere de otro razonamiento), sino desde la óptica del papel asignado desde fuera.

El mundo contemporáneo nos ha descrito a los cristianos (y específicamente a los católicos) de una determinada manera. El imaginario colectivo nos ve y percibe según lo que se dice de nosotros. Y nos lo hemos creído. Hemos sido víctimas (entiéndeme el uso de esta palabra) de esa tiburonización de la realidad, de esa reducción jurásica spielberiana. En demasiadas ocasiones hemos sido lo que decían de nosotros que éramos, no presentándonos al mundo como actores y actrices alternativos, constructores de una realidad nueva, sino apagadores de felicidad, violadores y agresores, ladrones, usurpadores…

Que de todo eso hay y tendremos que empeñarnos en erradicarlo, pero no es lo que nos define. Ojalá cuando finalice el sínodo (y antes, si puede ser) hayamos recuperado parte de la capacidad de asombro (el que sentimos y el que proyectamos), que hayamos dejado atrás la losa de ser tiburones o carnívoros prehistóricos, que hayamos podido trascender la visión deformada de un mundo que nos mira a través de miles de intereses diferentes, muchos de ellos con base económica detrás.

Hagamos un anagrama con el Sínodo, transformémoslo en sonido, en un potente rugido que le diga al mundo: aquí está la Iglesia, no somos tiburones. Ahora bien, no nos pasemos de decibelios o de tono para no caer en el campo de la depredación agresiva. La reflexión sobre esa manera de ser tiburón la dejamos para otro día.