Ya he dicho alguna vez que los grandes misterios suelen estar muy cerca de nosotros. Esta vez no me refiero a cuánto dura exactamente un minuto de la lavadora, sino al mismo ser humano. Tengo la sensación de que somos un complejo puzle de miles de piezas por situar, por eso, es un regalo cuando se nos enseña cómo alguna de ellas encaja en su sitio y se nos permite vislumbrar algo más de la imagen final propia y del otro. Y es que, por más que pensemos que conocemos a alguien, nunca sabemos qué esconden, aunque sea inconscientemente, las personas que tenemos cerca.
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Un iceberg
Desconocemos las luchas de cada uno, sus grietas por restañar, las heridas que supuran o el empeño personal por desaprender lo que no ayuda y re-aprender nuevos modos de estar en el mundo. Como si se tratase de un iceberg, aquello que mostramos es solo una parte pequeña, muy pequeña, de cuanto realmente nos configura. Es posible que intuyamos parte de aquello del otro que late debajo del agua, pero, cuando se muestra, resulta una verdadera Teofanía que solo podemos acoger con temor y temblor. Me refiero al asombro y absoluto respeto que experimentamos cuando alguien nos regala asomarnos a esa intimidad que permanece oculta para la mayoría.
Una servidora, al menos, siente siempre una mezcla de veneración y vértigo ante estas revelaciones. Se trata de esa veneración que despierta lo más sagrado del otro, su dimensión más personal y, por ello, dónde es más frágil y vulnerable. El vértigo tiene que ver más con ser consciente de ser depositaria de algo muy valioso, responsable de una confianza que resulta impagable y confirmada en el reto de seguir apostando por despojarnos de esas armaduras que, como a David, no nos dejan enfrentarnos con soltura al Goliat de nuestros miedos (1Sam 17, 38-40). Veneración y vértigo que son un privilegio ¿no es verdad?