Los abusos de autoridad y de conciencia, que el papa Francisco ha señalado como un mal sistémico en algunos ámbitos de la sociedad y de la Iglesia, tienen uno de sus motivos en la indefensión de los fieles en parroquias, diócesis y asociaciones laicales. El mayor problema del verticalismo no es tan solo que sea muy difícilmente compatible con la sinodalidad, sino que tiene un amplio poder para aplastar a la persona o al pequeño grupo.
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En mi parroquia, hace veinte años, el párroco decidió, con el único apoyo del vicario episcopal, expulsar a la principal comunidad cristiana porque firmó el manifiesto Somos Iglesia. Eran unas 70 personas, además de sus numerosos hijos. La comunidad animaba dinámicamente cada domingo la misa de niños de las 12, y la de la 1, eran la mayoría de catequistas, organizaban la Pascua y los campamentos juveniles, mantenían el grupo de scouts, lideraban la asociación vecinal, emprendieron las asociaciones de familias del colegio y el instituto, estaban eclesialmente unidos a la mayor red diocesana de comunidades parroquiales, sostenían la ONG cristiana del barrio, varios trabajaban en Cáritas… Todo desapareció tras su expulsión. Sus hijos se fueron de la parroquia y los padres mayores también.
Todo se perdió
Se apeló a instancias superiores, pero no hubo posibilidad ni derecho alguno de defensa. Todo se perdió. Nunca se ha pedido perdón por aquello ni ha habido el menor gesto de reconciliación ni de volver a contactar. La herida en el barrio perdura. No es una excepción, sino que fue algo realizado sistemáticamente con numerosos grupos. No es que en la Iglesia solo haya una parte, es que la otra fue echada.
Cualquier organización civil tiene un comité de garantías a donde cualquier afectado puede acudir. Aquí no. Tenemos que garantizar que nadie quede indefenso, porque así condenaron a Jesús.