A veces me parece que estamos siendo testigos de la caída de grandes gigantes. Aquellas realidades que parecían inquebrantables y seguras se van desmoronando a trozos a nuestro alrededor. Hay caídas que, sinceramente, no me afectan demasiado. Es lo que me sucede, por ejemplo, con el supuesto cierre de Twitter, cuyo final anunciado parece predicho desde hace tiempo y se repite como un mantra en muy distintos foros. Se trata, en realidad, de una de esas realidades que solo delatan la verdad que encierra el grito del profeta al reconocer que toda la realidad es efímera y que solo “la Palabra de nuestro Dios permanece” (Is 40,8). Hay otros derrumbes que me duelen mucho más, como la sensación que me asalta ante esas noticias que se multiplican últimamente sobre la Iglesia en Francia. Cuando tomamos consciencia de la complejidad y grandeza de los problemas, de lo endémico de esta ‘cultura del abuso’ y de la dificultad que implica extirparla, no es difícil que sintamos cierta frustración y desesperanza.
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Volver al evangelio
Cuando los problemas resultan tan grandes que desbordan con mucho nuestra capacidad de actuación y nos sabemos incapaces de hacer nada que evite una situación tan irremediable como es, para algunos, el cierre de Twitter o, para otros, que estamos en un inevitable cambio de época eclesial, es entonces cuando conviene volver la mirada a esas imágenes del evangelio que, de tanto leerlas, hemos acabado por acostumbrarnos. Al menos es lo que sucede con esa pizca de levadura que Jesús evoca y que, misteriosamente y a pesar de su ínfima apariencia, encierra en sí un potencial transformador capaz de fermentar una cantidad ingente de harina (Mt 13,33). Conviene renovar la certeza de que el tamaño minúsculo de un grano de mostaza concentra en sí la grandeza de un árbol en el que los pájaros pueden encontrar abrigo y seguridad (Mt 13,31-32).
Es muy probable que no tengamos nada que hacer ante el colapso de una red social, pero siempre podemos recordar cómo la ‘cultura del cuidado’ se puede contagiar en lo cotidiano, cómo nuestras pequeñas decisiones y apuestas por poner el bien del otro por encima de nuestros intereses tiene la capacidad de transformar nuestro mundo más cercano y cómo el Reino de Dios se asemeja a esa fuerza escondida y misteriosa que encierra lo pequeño.