La pobreza es una palabra compleja. Tiene significados negativos y positivos a la vez: se asocia con carencia y privación, pero también con beatitud y aspiración de vida. El pobre es digno de lástima, es culpable de su condición, o es santo que ha entendido el secreto de una vida feliz. Es una persona a quien ayudar, o un ejemplo a imitar.
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El economista iraní Majid Rahnema, en su libro Cuando la pobreza se convierte en miseria identifica cinco formas de pobreza: “Esa elegida por mi madre y mi abuelo sufí, como los grandes pobres de la mística persa; la de unos pobres del barrio donde pasé los primeros doce años de mi vida; la de mujeres y hombres en un mundo en proceso de modernización, con ingresos insuficientes para conseguir las necesidades creadas por la sociedad; la ligada a las insoportables privaciones sufridas por una multitud de seres humanos reducidos a humillantes formas de miseria; esa, finalmente, representada por la miseria moral de las clases propietarias y de algunos ambientes sociales que encontré en mi carrera profesional”. (2005, Einaudi).
Cinco formas de pobreza, pero no todas maldiciones; algunas incluso caminos de felicidad. Hay pobreza y… pobreza. En determinadas circunstancias la miseria es tan grave que hace imposible vivir la pobreza como una virtud libremente elegida: si no tengo dinero para alimentar a mis hijos, o para curarlos, es imposible elegir una vida sobria y generosa. “Para el hombre con el estómago vacío, la comida se convierte en Dios”, decía Gandhi; y cuando el hombre está en tal condición, se convierte fácilmente en esclavo de quien le promete la comida.
El economista Alfred Marshall se expresaba así en 1890: “Es verdad que incluso un hombre pobre puede alcanzar en la religión, en los afectos familiares y en la amistad la felicidad más alta. Pero las condiciones que caracterizan la pobreza extrema tienden a matar esta felicidad”. La pobreza es una bendición y la miseria, sin embargo, una maldición. La miseria debe ser combatida, la pobreza se puede convertir en un ideal de vida, que lleva a la felicidad. Esto es difícil de comprender: ¿por qué privarse voluntariamente de bienes y riquezas puede hacernos felices?
“Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc. 6,20). Los pobres experimentan el Reino de Dios ya en esta tierra: “Un reino donde se conoce la providencia, que solo experimentan los pobres: la providencia es para Lucía, no para don Rodrigo. Las fiestas más hermosas son las de los pobres: quizá en la tierra no hay cosas más alegres que los matrimonios y nacimientos celebrados por pobres en medio de los pobres” (Luigino Bruni, Avvenire 2015).
Una doble marginalidad
Cuando hablamos de miseria y constricción a una vida pobre, existen diferencias entre hombres y mujeres: ni siquiera la miseria nivela los géneros. Hace poco conocí a una mujer que durante 13 años trabajó como cuidadora: ahora está sin trabajo, sin posibilidad de jubilación, buscando una oportunidad, y dispuesta a permanecer invisible para poder tener comida.
Aquí se abre el tema de la menor autonomía financiera de las mujeres, que las expone a una mayor fragilidad frente a eventos desafortunados. La mayoría de las mujeres no tienen una cuenta bancaria, si están casadas no tienen titularidad en las cuentas y, al tener menos práctica, son menos competentes en estos ámbitos. Y existe una correlación entre la autonomía financiera y la violencia doméstica: las mujeres sujetas al maltrato son las que no tienen la libertad y la autonomía para alejarse de los maridos violentos.
Los datos que recogemos distorsionan la realidad, muchas veces porque fueron pensados por hombres y teniendo al hombre como norma. Es la tesis de Caroline Criado Perez, quien en su libro Invisible women: exposing data bias in a world designed for men (Chatto & Windus, Londres 2019) cita ejemplos de cómo las estadísticas no ven lo específico y las exigencias de las mujeres, y devuelven una imagen distorsionada de la realidad.
Y si las políticas se basan en estos datos, está de más decir que las mujeres tienen una vida más difícil. Según la autora, las mujeres son invisibles en la vida cotidiana: pensemos en el trabajo doméstico (asociado a la mujer) que es visto como un fenómeno normal; en la planificación de las ciudades: ¿cuántos planes urbanísticos tienen en cuenta al que se desplaza normalmente para hacer la compra?; en el trabajo: ya es conocida la brecha salarial entre hombres y mujeres por realizar tareas idénticas; en la tecnología: solo por citar un ejemplo, el software de Google ideado para el dictado descifra el lenguaje masculino con un 70 por ciento más de probabilidad que el femenino; en el campo médico: tomar el cuerpo masculino como paradigma y objeto de estudio conduce todavía hoy a un mayor número de diagnósticos erróneos para las mujeres, y limita la investigación de patologías típicamente femeninas.
Si recordáramos más a menudo que el ser humano es hombre y mujer, las acciones para combatir la pobreza también serían más eficaces.
Superar la miseria
Volviendo a la diferencia entre pobreza y miseria, es importante reconocer un vínculo entre estas dos condiciones: solo quien elige libremente un estilo de vida pobre, solo quien renuncia a los bienes y experimenta la condición de pobreza, puede ayudar a los míseros a recuperarse. Por otro lado, todo lo que llega de arriba abajo, y ve la condición de carencia sólo como un problema a resolver, nunca tendrá las claves adecuadas para combatir la miseria.
Luisa de Marillac, Francisco de Sales, Juana de Chantal y luego Juan Bautista Scalabrini, José Benito Cottolengo, Juan Calabria, Francesca Cabrini, Juan Bosco, Madre Teresa, eligiendo el camino de la pobreza, recibieron ojos para ver en los pobres, los que sienten vergüenza, los desamparados, los niños de la calle, los inmigrantes, los enfermos, hasta los deformes, algo grande y hermoso por lo que valía la pena gastar su vida y la de cientos de miles de personas que los siguieron, atraídos e inspirados por su ejemplo.
En esta estela de precursores y profetas, las figuras de las mujeres destacan por valentía y capacidad de ir contracorriente, considerando que han sido relegadas a un segundo plano. El ejemplo y la obra de estas mujeres, muchas de ellas fundadoras de institutos y órdenes religiosas, es menos conocido respecto al de sus “colegas” masculinos. Muchos institutos religiosos femeninos de hoy están en la frontera de la miseria de las mujeres: trata de seres humanos y explotación sexual de mujeres, alfabetización y educación financiera, sobre todo, en países donde las mujeres no tienen acceso a los caminos ordinarios de educación, ayuda a la maternidad, allí donde se puede morir al dar a luz a una criatura.
La entrega de las consagradas
¿En qué se diferencia el trabajo de tantas mujeres consagradas en favor de otras mujeres del de tantas agencias internacionales? En primer lugar, el fin: hacer vivas las palabras de Jesús “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Llevar la ternura de Dios a toda criatura, especialmente a los marginados y excluidos. En segundo lugar, hay un cómo, que es un ya y un todavía no. Una propuesta cristiana para que no haya excluidos, la de la comunión de bienes.
En la primera comunidad cristiana, leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad” [Hch 4, 34-35]. La puesta en común era libre y espontánea, y los bienes se distribuían según las necesidades. Cuando en una Comunidad se dona con alegría y se comparte todo, no hay necesitados. Una elección de sobriedad individual compartida entre muchos genera comunidades inclusivas. El apóstol Pablo, en cada pequeña iglesia que fundaba, proveía y organizaba las colectas y en sus cartas explica cómo llevarlas a cabo, por esto insiste, recuerda y agradece.
De san Pablo aprendemos que se comparten los bienes, pero también el propio trabajo, para que todos tengan algo que dar y que la Providencia es actor fundamental en el compartir: “Cada cual dé según el dictamen de su corazón… Aquel que provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, proveerá y multiplicará vuestra sementera” [2 Cor 9, 7-10].
Fecundidad inesperada
La Providencia y el céntuplo no siempre se manifiestan al mismo nivel que los dones y bienes que se ponen en comunión. Al privarse de bienes materiales, por ejemplo, puede corresponder a una fecundidad inesperada del trabajo, y viceversa. Comunión de bienes espirituales y materiales.
El camino de la comunión de bienes depende del compromiso de todos y de la aportación de cada uno. No es casualidad que el primer desacuerdo en la primera Comunidad cristiana fuera el episodio de Ananías y Safira [Hch 5, 1-11]. Mientras compartían bienes, también tratan de quedarse con algo para sí mismos, mintiendo a Pedro. El primer problema de corrupción de la Comunidad no concierne a la doctrina o la fe, sino a la comunión de los bienes.
¿Será acaso por este episodio, y por otros en los que prevalecen los intereses personales sobre el bien común, que hoy se habla poco de la comunión de bienes como un ideal y una forma de vida que solucionaría de raíz el problema de los descartados? Sin embargo, muchos institutos religiosos, comunidades y movimientos cristianos, sin hacer demasiado ruido, están viviendo este ideal y son semillas, bocetos de cómo podría ser el mundo si lo pensáramos con los ojos de quien está descartado y todos comprendiéramos la bienaventuranza de la pobreza.
*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva