El siglo XXI ha contemplado el invento de una nueva máquina en la historia: las redes sociales. Y el papel de Elon Musk está consistiendo en revelar abiertamente lo que las redes son de verdad: megacentros comerciales. Acogidas con entusiasmo como medio para la conversación libre y global, han mostrado su lado más oscuro alrededor de las manipulaciones electorales de los populismos de 2015. La ciencia y las tecnologías son medios ambivalentes y, para ser benéficas, necesitan siempre una sociedad con una ética superior al poder que despliegan.
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El consumo de redes incita a una mezcla de ludopatía y gula digital. Las redes han sido diseñadas como máquinas tragaperras en las que hay una sucesión inacabable de unos pocos patrones que se van combinando y son consumidos de modo adictivo. Aunque existen contenidos libres y singulares, su alteridad se ve reducida por la igualación y masificación de todos los materiales.
El encadenamiento continuo de imágenes, textos o vídeos tiene un efecto hipnótico televisivo que hace perder la medida del tiempo. Ofrece al consumidor premios de estimulación que inducen a seguir sin posibilidad de saciedad. A cambio, las redes inyectan publicidad, acumulan datos personales y crean inmensas bolsas de clientes: son inmensos centros comerciales donde buscar que la gente pase el mayor tiempo posible, porque el negocio está en la venta del acceso a esos cientos de millones de consumidores fidelizados.
Negocios ultracapitalistas
El riesgo es ya alto. El gran éxito de la máquina es que nos hemos creído que son favores y servicios para la participación social, cuando son negocios ultracapitalistas. Nos creíamos que es un salvaje Oeste que acabará domándose, pero Musk nos demuestra que ese estado es su intención. Sin duda, las redes pueden ser máquinas que cumplan un papel positivo, pero hacen falta otras que sean verdaderamente ágora y ciudad.