Tener a Jesús de Nazaret como modelo nos hace ir por la vida dispuestos al encuentro. Si algo nos mostró el maestro es su compasiva manera de mirar y su predisposición para escuchar, sanar y consolar. Jesús dejó constancia del valor de la misericordia en sus bienaventuranzas y en su visión del juicio final, y secó a la higuera que no daba fruto (Mt 21,19). ¡Claro que tenemos una exigencia de entrega al otro!
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El problema viene cuando nos erigimos en juez del otro o, lo que es peor, cuando nos erigimos en jueces de nosotros mismos y cargamos en nuestra finitud el peso del mal, de la tristeza, de la injusticia. ¿Acaso pretendemos suplantar a Dios? Nos convertimos en jueces y solo Dios que es bueno y está en lo secreto y mira a lo secreto nos recompensará (Mt 6,6).
Corazón humilde
Nadie cuantificará nuestros frutos, pero sí habrá quien escudriñe en nuestros corazones. Jesús no reclama obras grandes y cuantiosas, pero si nos exige un corazón humilde, sensible, entregado, generoso, como el de la viuda pobre que apenas si echó en el tesoro del templo unas monedillas, pero echó todo lo que tenía para vivir (Lc 21,4), como el del samaritano que pasaba por allí y supo responder al que yacía apaleado al borde del camino (Lc 10).
En esta cultura del éxito y del escaparate, de la eficacia y el pragmatismo, caemos en la tentación de convertir los frutos de nuestro esfuerzo en el centro de nuestra fe y de olvidar que lo esencial está en la fortaleza de nuestras raíces.
Conviene sacudirse el polvo.