Aunque Gregorio Magno ya había transmitido a la Edad Media el ideal ciceroniano de igualdad (Omnes namque homines aequales natura sumus), en realidad no fue –y no es– así. Había ricos y pobres, con el agravante de que en aquella época de fuertes contrastes, de luces deslumbrantes y sombras muy profundas, la brecha entre riqueza y pobreza era muy amplia. Para los indigentes, el invierno era terriblemente rígido y el verano sofocante; para los ricos las mesas abundantes y suculentas, los lechos blandos y más seguros. En fin, se era iguales solo frente a Dios.
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La elección de la pobreza era –y es, pero en ese momento lo era aún más– algo radical, especialmente para una mujer como Clara de Asís (1194-1253), que ciertamente vivió una edad “masculina”. Masculina, se escribe, no porque fuera difícil el emerger de figuras femeninas dotadas de resolución, poder, capacidad de mando, posibilidades y medios –los ejemplos serían muchos: desde la lombarda Teodolinda hasta Isabel de Castilla, pasando por Matilde de Canossa– sino porque las opciones de vida eran de alguna manera condicionadas, obstaculizadas, combatidas con más vehemencia por quien creía poder limitar el goce de lo que hoy llamaríamos derechos sociales y civiles.
Según el biógrafo Tommaso da Celano, cuando el padre de Clara, Favarone, se enteró de su decisión de dedicarse al ideal de vida que ya había seducido a San Francisco, él, que era miembro de la antigua nobleza de Asís –la casa familiar estaba en la plaza San Rufino, en el centro del pueblo– reaccionó con dureza. No le faltó ni la fuerza de la violencia ni el veneno de las promesas que pudieran inducir a su hija a desistir. Consideraba la elección inapropiada para una mujer de ese rango.
Por otro lado, Clara no se había limitado a hacer estallar el banco de proyectos paternos, que preveía un matrimonio seguro, destinado a la consolidación económica y social de la familia, sino que se presentó en el monasterio de San Pablo deliberadamente sin dote. Quien hacía esto, estaba destinada no a las tareas de una monja de coro, sino a las humildes ocupaciones de una sierva. Clara se vio obligada, por un tiempo, a deambular. Pero al final fueron los parientes los que desistieron, viéndola aferrándose obstinadamente a los manteles del altar, a la firmeza de la fe y a la decisión, ya tomada, de hacerse penitente para siempre. La elección estuvo simbólicamente marcada por el corte limpio del cabello.
A la aventura
Clara siguió el ejemplo de Francisco; lo había conocido, encontrado, escuchado. Al principio, las sorores que se reunían en San Damián no tenían otra Regla que las instrucciones dadas por el Pobrecillo. Pero la aventura de Clara tuvo peculiaridades completamente femeninas. La fundadora de las Clarisas elaboró una nueva Regla, la primera escrita de puño y letra de una mujer (con la intervención del cardenal Ugolino, es cierto, el futuro Gregorio XI) y pensada específicamente para las monjas, que hasta entonces habían tenido para adaptar textos y costumbres declinados en masculino.
En esta Regla surge con absoluta claridad un elemento que puede asociarse a una especie de emancipación. La fundadora deja a las “pobres reclusas” cierta libertad en el manejo de las propiedades, tanto los que poseía antes de la vida monástica, como los obtenidos como herencia. Clara manifestó así plena confianza en sus hermanas, cuya decisión no tenía nada que ver con la constricción; fue una elección de devoción y búsqueda de ideales evangélicos; era amor a la pobreza. No había razón, desde este punto de vista, para imponer privaciones, ayunos, penitencias.
La paupertas se eleva así a un “privilegio”, y como tal fue reconocida por Inocencio IV en 1253, poco antes de la muerte de Clara. En esencia, se defendió el derecho de las clarisas a no recibir tierras y posesiones de ningún tipo. Todos los esfuerzos del Papa para mitigar la dureza del voto de pobreza mediante la concesión de ciertas propiedades fueron en vano, ya que la propiedad, como escribió Paul Sabadier, era para ellas «una jaula con rejillas de oro, a la que se dirigen las pobres alondras a veces tan dependientes que ya no piensan en huir de ellos para lanzarse al medio del cielo».
Por tanto, la novedad del mensaje de Francisco y Clara radica en entender esta pobreza en un sentido amplio, no como renuncia, sino como voto de libertad (pobreza muy alta). De hecho, a diferencia de Francisco, que había dejado de lado el libertinaje de su juventud para casarse con la Virgen de la Pobreza, ella se había distinguido desde niña por tratar de aliviar el sufrimiento de los necesitados. Los testimonios recogidos durante su proceso de canonización se detienen para recordar cómo, de joven, dentro de los muros de una residencia rica y noble, se preocupaba por reservar alimentos para los pobres.
Innovadora
La experiencia de Clara es innovadora, pero no única. Umbria es la patria de muchos santos: desde Escolástica de Nursia, hermana de Benito, hasta Rita de Cascia. Además, junto a Clara, tras las huellas de Cristo, se mueven madre, hermanas carnales, amigas. La primera, Ortolana, había sido peregrina en Tierra Santa. Las hijas de esta última, Inés y Beatriz, siguieron a Clara al convento. Luego está la amiga de la infancia, Pacífica de Guelfuccio, quien primero, junto con Clara, huyó del palacio al caer la noche.
Tampoco debemos olvidar a Santa Inés de Praga, abadesa e hija del rey, con quien Clara mantuvo correspondencia por carta. Y así todas las sorores que en Europa, desde los años treinta del siglo XIII, replicaron la experiencia de San Damián; sólo en Italia, a la muerte de la fundadora, se documentan más de mil clarisas, repartidas en sesenta y seis conventos. ¿Se podría olvidar la biógrafa más reciente, difunta? Lara Frugoni en su juventud conoció, en su propia piel, los signos de la austeridad, la privación, la penitencia. Incluso la pluma de Dacia Maraini no pudo resistir el encanto claretiano, quien, narrándola a través de un diálogo con una lectora fantasiosa y apasionada –a veces, en verdad, burlona– la imagina obstinada, desobediente, revolucionaria.
Bastante singular fue el proceso hagiográfico y de canonización, muy rápido hasta el punto de impulsar a Jacques Dalarun, uno de sus más ilustres estudiosos, a hablar de una “fábrica de una santa”. Tommaso da Celano organiza su dossier hagiográfico mientras Clara todavía vive. De sus cualidades ya podemos leer en la Vida antes de Francisco (1228): «Clara de nombre, más clara de vida, muy clara de virtud». Así, con la aureola, Giotto la representa, a finales del siglo XIV, en los frescos de la basílica superior, inspirándose en la leyenda de Bonaventura da Bagnoregio.
Siendo así, no es difícil comprender por qué, apenas dos meses después de su muerte, el obispo de Spoleto recibió del Pontífice el encargo de instituir el proceso de canonización que conduciría, en 1255, a la bula Clara claris praeclara meritis. Alejandro IV y su cancillería subrayaron –con algunos juegos de palabras y artificios retóricos no demasiado sofisticados– el esplendor y la claridad de una experiencia vivida, en realidad muy íntimamente, de pobre reclusa, entre rezos y silencios. El esplendor y la brillantez no siempre lo proyectaron fuera de la sombra de Francisco. Era una Edad Media, sea como sea, masculina. Pero, entre las sombras, la luz supo abrirse camino.
*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva