No hace falta tener una especial sabiduría para reconocer cómo los años transforman nuestras rutinas, van cambiando nuestros centros de interés y dejan mella en nosotros. Una de las pruebas más evidentes para mí es lo que experimento cuando, por la circunstancia que sea, madrugo los días de fiesta y comparto transporte público con aquellos que regresan de una noche de fiesta.
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Es lo que me sucedió el pasado domingo. En Madrid, en el mismo vagón de metro en el que estaba, había un grupo de seis veinteañeros que regresaban derrotados a casa. Lo curioso es que, mientras yo me alegraba interiormente por no trasnochar como ellos, una del grupo comentó en alto que lo que más pereza le producía era llegar a casa, saludar a su familia y tener que cambiarse de ropa para dormir. Aquello que, seguramente, yo hubiera estado deseando hacer hacía muchas horas, era algo que ella preferiría poder evitar. Esto me ha hecho pensar, no solo en lo distintos que somos y en cómo la edad va reconfigurando prioridades, sino también en la importancia de que haya quienes habiten la noche.
“La noche es tiempo de salvación”
Está claro que no me refiero simplemente a esas horas del día en las que no hay sol y solemos dormir. La noche remite también a esos ámbitos de nuestra existencia que no son luminosos, a las circunstancias vitales a los que no llega ni un rayo de luz y donde no se vislumbra el suelo sobre el que caminar o el horizonte hacia el que avanzar. Ya lo decía Isabel Coixet en el título de una de sus películas: ‘Nadie quiere la noche’, ni siquiera nosotros, creyentes, por más que no nos cansamos de repetir con ese himno de la liturgia que “la noche es tiempo de salvación”.
Quizá por eso necesitamos tanto la Navidad y por eso vamos iluminando el camino hacia ella durante el Adviento, como expresan las velas de su corona. Quizá por eso confesamos que “nos visitará el sol que nace de lo alto” (Lc 1,78) y anhelamos esa experiencia que grita el profeta: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (Is 9,1). Y quizá por eso se hace necesario que, en nombre de Quien se confesó a sí mismo como luz del mundo (Cf. Jn 8,12), también nos lancemos a habitar esos espacios de oscuridad y noche en los que nadie quisiera estar. Igual no es exactamente lo que pretendían mis compañeros de metro, pero sí creo que a todos nos toca sacudirnos la pereza y, al menos, asomarnos a esos ámbitos por alumbrar.