El cuento de Navidad de Vida Nueva: Todo por celebrar

El cuento de Navidad de Vida Nueva: Todo por celebrar

El famoso hit de Mariah anunciaba por las calles del centro lo que quería por Navidad. El runrún de su conocido estribillo empujaba hacia las tiendas y centros comerciales a una muchedumbre descompasada. Cegada por el salvaje deseo de corresponder, con ansia, a la llamada del consumo.



La cantante ejercía como narcótico en esa ciudad saturada de quimeras incumplidas. Espíritus errantes que vagaban ante los engalanados escaparates sin recordar el sentido último de lo que creían festejar. Bolsas repletas de ofrendas y regalos que, lejos de llenar sus almas, endeudaban sus sueños con altos intereses que ahogaban sus carteras y sus propias vidas.

La silueta de Elena, disonante, destacaba entre aquella multitud apresurada. Quieta. Con la mirada hundida en la pantalla de su móvil, era ajena a todo lo que se movía a su alrededor. Los auriculares habían conseguido cancelar la realidad que la rodeaba durante el tiempo que duró la llamada a casa. Solo el reflejo de las luces de Navidad acariciaba el rostro y la voz, con un toque de color que restaba frío a su oscura noche interior.

–No tengo nada que celebrar con vosotros, mamá.

–¿Cómo puedes decir eso, Elena? Tu padre y yo te queremos igual ¿Por qué no vienes tú sola a cenar con nosotros dos, como siempre?

Porque faltaría Dani, mamá. Así de simple. Porque dejáis de lado a quien ahora también es parte de la familia. No encuentro sentido participar en la Misa del Gallo, golpe de pecho incluido, para luego sentarme a una mesa donde olvidamos la misericordia con los más cercanos…

–No seas cínica, Elena ¿Por qué no nos dijiste antes la verdad?

–¿Qué verdad, mamá? ¿La mía o la que querías escuchar?

–Si nos lo hubieras contado hace tiempo, te hubiéramos podido ofrecer algún tipo de ayuda profesional…

Mamá, no os quise decir nada antes precisamente por miedo a cualquier tipo de terapia de esas raras. Si os lo hubiera confesado antes, ¿hubiera cambiado algo vuestra imagen de mí o de Dani? ¿Por qué no sois capaces de ver que es una bendición?

–Elena… Ni es normal ni es natural, ¿no os dais cuenta? ¡Lo que estáis haciendo es una aberración ante la Iglesia, un pecado mortal!¡No quiero que tu alma se condene, mi niña! Recuerda que el tiempo pasa deprisa, cariño. No quieras arrepentirte cuando ya sea demasiado tarde.

–Claro, como cuando me sinceré con la gente de la parroquia. Les faltó tiempo a algunos de la comunidad para echarnos la lengua encima y comerle la oreja al padre Rafa para que nos apartara de Cáritas y de mis niños de catequesis. Y eso que, al ser joven, creí que sería más valiente ante este tipo de presiones… Menuda comprensión… ¿Y se la quieren dar de samaritanos? ¡Hipócritas y fariseos es lo que son!

–¡Basta, Elena! ¡Tengamos la fiesta en paz!…

El mutismo sentenció la discusión. Un silencio que escondía desaprobación acumulada durante años, de lágrimas que ulceran el alma.

No tengo nada más que añadir, mamá. Feliz Navidad. Un beso… –vocalizó con un nudo en la garganta, mientras pulsaba el botón de finalizar llamada sin dar ocasión a réplica.

Desde su sillón orejero, Fernando escuchaba los sollozos de Ana abroncando a un móvil enmudecido. Fernando tenía la habilidad de seguir el hilo de lo que le rodeaba sin perder ojo a la pantalla de la tele. Esa noche emitían un clásico navideño de Martínez Soria, muy apropiado para ese momento. Ana estaba más nerviosa de lo habitual. Se acercó hasta el salón y se sentó en el sofá que había junto a su esposo. Tenía la firme convicción de proseguir con una discusión que ella no había dado por finalizada.

–Esta niña está loca, Fernando. Dice que no viene este año por nuestra culpa ¿Cómo se atreve a dar ese paso sin contar con la ayuda de un profesional? ¡Con lo que nos hemos sacrificado por ella! Al final, ¿para qué? ¡Para nada! Así te lo pagan, con el desprecio y colgando el teléfono… ¡a una madre!… Anda que… cría cuervos… Pero, aquí estamos. Tú y yo. Solos y sin más familia que la que ves ¡Menudas Pascuas! Pero, ¿qué hemos hecho mal? ¡Dímelo! ¿Tan malos padres hemos sido?… ¡Ay, Virgen Santísima!

Fernando no se atrevía a decir ni pío. De vez en cuando, desviaba la mirada para pedir auxilio al niño Jesús del belén que presidía el salón.

–Pero, ¿no dices nada, Fernando? Claro ¡a ti todo te da igual! Siempre a tu aire y a tu propio interés ¡Egoísta! Desde luego… si lo llego saber, hace años que doy un portazo y ahí os dejo. Que solo me queréis de chacha. Que parece que vivís en un hotel de cinco estrellas… Yo siempre al cuidado de vosotros, desviviéndome por todos. Pero, a mí, ¿quién me echa cuenta?

Fernando repetía mentalmente que dos no discuten si uno no quiere. Y se querían bien. Por algo llevaban casados cincuenta años y otros cinco de noviazgo a la antigua usanza. En su interior, estaba deseando llamar a su única hija. La pequeña Elena. La niña de sus ojos, aunque sobrepasara la treintena. Pero sabía que se atrapan más moscas con miel que con hiel. Y Fernando tenía dulzura de sobra. Tornó los ojos con cariño y le dijo:

–Ana, sabes que la niña tiene razón. No es un capricho, lo han rezado mucho y es fruto del amor… ¿Por qué no quieres que nos reunamos todos, como una sola familia? Anda, llámala de nuevo, dile que pueden venir… los tres.

–Ni lo pienses, Fernando. Lo que nos faltaba. Con una pensión que casi no nos llega para tirar hasta final de mes y, encima, dando de qué hablar en el bloque –se justificada con indisimulada indignación–. Estos vecinos son muy “miraos” con estas cosas, ya sabes. Y no estoy dispuesta a empeorar la imagen que tienen de la niña.

–Querrás decir la imagen que tienen de nosotros.

–Eso da igual. Tu hija o nosotros, lo mismo es ¡Lo hago por su bien! ¿Por qué no queréis daros cuenta del error?

La mano de Ana descansaba sobre la de Fernando. Tenía los ojos llorosos y la mirada perdida en el Paco Martínez Soria “ensotanado” de la tele. Ya no recordaba cuándo fue la última vez que fueron felices, todos juntos. Pero parecía tenerlo claro. No iba aceptar que, en su casa, en su familia, entrara un nieto fruto del pecado.

Elena no entendía por qué había lémures en las luces de Navidad. Podía comprender que aparecieran gatos, por la relación del felino con los nacidos en la ciudad, pero ¿un lémur, un primate de Madagascar? En fin… ya tenía el corazón embotado con otras preocupaciones como para rehacer mentalmente el trabajo del ayuntamiento. Se sentía culpable en cierto modo. Había colgado el teléfono de mala manera a quien le debía su existencia. Y, en su estado actual, eso hacía que la herida escociera mucho más.

De repente, una contracción la sacó del trance. Como un acto reflejo, defensivo, se llevó instintivamente las manos a su vientre. No le quiso dar más importancia, era lo habitual dadas las circunstancias. Se alisó el pelo con las manos, se colocó bien la bufanda, terminó de abrocharse el abrigo con mucho cuidado y, con el bolso bien agarrado, por miedo a una mano furtiva, empezó a esquivar los faros de los coches con ganas de llegar cuanto antes a la cita del restaurante. El mérito de la gesta era aún mayor, porque cargaba con el peso de nueve meses de vida en sus entrañas.

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Apenas dobló la esquina, los gritos quedaron amortiguados por un estrecho pasaje arbolado que conducía al ‘Achuar’, el restaurante ecuatoriano favorito de Dani. A cada paso que daba, las contracciones eran más frecuentes. Pero seguía caminando tranquila, quedaban dos semanas al menos para salir de cuentas.

Apostillada en un banco de madera, una persona sin hogar juega con una vela y un mechero amarillo para calentarse las manos en aquella fría noche de invierno. La inesperada chispa casi prende la barba desaliñada e impregnada de cerveza barata.

–“Un euro, señorita. Una ayuda por caridad, que es Navidad”.

Elena pasó de largo, sin apenas prestar atención al extraño figurante. Los dolores eran molestos. No sabía si por la discusión o porque el parto se estaba adelantando.

Dentro del ‘Achuar’ el clima era sereno y templado. Relajante, hasta cierto punto. La música, varios decibelios por encima de lo tolerado, rechinaba con fuerza. Al fondo del local, destacaba el oscuro alzacuellos de un sacerdote, brillando entre los escotados trajes de fiesta y camisas medio abrochadas de algunos comensales.

–¡Con lo bien que sonaban los villancicos tradicionales! Con esta música de ahora ya no se sabe ni qué dicen, ni qué suena, ni qué se festeja. Lo mismo es Navidad como podría ser carnaval –soltó con ingenua sinceridad la mujer que acompañaba al padre Rafa.

Era una colaboradora de la parroquia, viuda desde hacía más de veinte años, que rondaba las sesenta primaveras y que se enorgullecía de acompañar aquella noche al joven padre Rafa, al que sentía y quería como a ese hijo que nunca pudo tener.

–Igualito que “los peces en el río” o “mi burrito sabanero”… Vamos, ¡habráse visto!

–Bueno, Rocío, seguro que es mejor que tener que aguantar death metal o a Black Sabbath durante toda la cena… –dijo con sorna el joven sacerdote.

–Ay, padre, no entiendo sus bromas. Pero usted sabrá dónde nos mete –alegó mientras se santiguaba con disimulo.

La campanilla de la puerta principal tintineó con la llegada de Elena. Saludó forzando una media sonrisa debido a las molestias del embarazo. Tuvo que alzar la voz para que el camarero pudiera escuchar su nombre con claridad. El sitio estaba a rebosar. Era uno de esos lugares que se habían puesto de moda en la capital.

–Lo siento señora, hemos tenido un problema con las reservas. No podemos ofrecerle la mesa que tenía confirmada –dijo con voz habituada a los contratiempos.

–Lo que me faltaba –susurró entre dientes–. Pero, no puede ser. Hace varias semanas que reservé mesa para dos.

–Lo sentimos mucho, señora.

Viendo en qué estado de esperanza, o de impaciencia, se encontraba, hizo una breve pausa oteando el horizonte.

–La única opción que le puedo ofrecer en estos momentos es compartir los dos sitios libres que quedan en la mesa del fondo…

–… Si es la única opción, qué remedio

Y, alzando la vista al fondo, no pudo contener la sorpresa.

Elena clavó los ojos sobre el alzacuellos del padre Rafa. Un nudo en la garganta apenas la dejó responder…

–¿De verdad que no tienen otro hueco libre? suplicaba con la mirada.

–Es posible que quede algo disponible en una hora… si no le importa esperar.

Déjelo… Gracias.

Se acercó lentamente a la mesa “expiatoria” con recelo, pero segura de sí misma. Sabía que era tan hija de Dios como el resto. Única e irrepetible. No un error de la Providencia, como algunos querían hacerla ver. Ya estaba habituada al rechazo, dentro y fuera de la Iglesia.

–Buenas noches, padre Rafa y compañía…

–Hombre, Elena, ¡qué sorpresa! ¿Cómo estás?…

–Pues ya ve, padre, apurando el embarazo y esperando a Dani para tener algo alegre que celebrar este año…

–Ya veo, ya veo… Qué cosas. Bueno, espero que no te incomode la compañía…

–No hay problema, en breve llega mi pareja. Tranquilo, padre. Intentaremos no dar mucho de qué hablar…

El rostro del padre Rafa enrojeció. Sus orejas se confundían con los gorros de Papá Noel que llevaban los camareros. Aún le resquemaba la conversación en su despacho, pocos meses después de tomar posesión. Elena era una catequista bien preparada, muy apreciada por toda la parroquia. Ejemplo de vida y entregada a las necesidades de la comunidad. Pero la presión de una bancada excluyente del consejo parroquial le empujó a un encuentro que no deseaba. Un pequeño flashback de la conversación le trasladó a ese momento.

(…)

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