Cuando, el 11 de febrero de 2013, Benedicto XVI anunció, ante sus cardenales estupefactos, su audaz e histórica decisión de renunciar a sus títulos de obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro, se abría un capítulo inédito en la historia milenaria de la Iglesia.
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Un mes más tarde, el 13 de marzo, el sucesor de Ratzinger que los purpurados habían elegido era el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, quien, al asomarse a la logia central de la basílica vaticana, dijo a la multitud que le aclamaba: “Antes de nada querría elevar una oración por nuestro obispo emérito, Benedicto XVI. Recemos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen lo proteja”.
En el cónclave de 2005
Los dos hombres se habían cruzado personalmente por primera vez en el cónclave que se abrió a la muerte de Juan Pablo II en abril de 2005. Como ya es sabido, los cardenales electores se dividieron entonces en dos grupos: unos pretendían elegir al jesuita Carlo Maria Martini y otros preferían al entonces prefecto para la Doctrina de la Fe y estrecho colaborador del papa Wojtyla. El arzobispo de Milán hizo saber que, por sus condiciones de salud y edad avanzada, declinaba y orientó sus votos hacia Bergoglio. En la comida entre la tercera y cuarta votación, el cardenal argentino contactó con sus treinta posibles electores y les pidió que dirigiesen sus votos hacia Ratzinger. Este fue elegido Papa y, seguramente, nunca olvidó el “favor” de su “contrincante”. El cónclave del 13 de marzo de 2013 le designó ocho años más tarde como Sumo Pontífice de la Iglesia romana.
Se abría así una situación inexplorada hasta entonces: la simultaneidad de dos papas. Recuerdo que, en los primeros días, el portavoz vaticano, Federico Lombardi, declaró su perplejidad ante aspectos más bien banales: cómo llamar al pontífice dimisionario, como debería vestirse, qué papel podría seguir ejerciendo dentro de la Iglesia… El problema principal era cómo iba a ser la relación entre ambos.
Un abuelo sabio
A su regreso de Brasil, después de la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro, Francisco nos declaró en el avión a los periodistas que le acompañábamos sobre su predecesor: “Para mí es un hombre de Dios, un hombre humilde, un hombre que reza. Cuando ha ofrecido la dimisión, ha sido un ejemplo de grandeza. He encontrado la frase para definir esta situación: es como tener al abuelo en casa; pero un abuelo sabio. Cuando, en una familia, el abuelo está en casa, es venerado y amado, es escuchado. Es un hombre prudente. No se entromete”.
Estas y otras afirmaciones similares, Francisco las ha repetido en múltiples ocasiones. Por su parte, Ratzinger, desde el principio, había prometido obediencia a su sucesor y en ningún momento ha querido erigirse en su antagonista. Lo había dicho en una de sus conversaciones con su biógrafo, el periodista alemán Peter Seewald: “El Papa es el Papa, con independencia de quien sea”. Aunque no se ha ya hecho público, es sabido que los contactos entre ambos han sido frecuentes, de forma personal o a través de llamadas telefónicas. El secretario personal de Benedicto XVI, el arzobispo Georg Gänswein, en los primeros años, cuando aún conservaba las funciones de prefecto de la Casa Pontificia (título que nunca ha perdido, pero en cuyas funciones ha cesado hace ya algún tiempo), servía como intermediario entre ambos y transmitía a uno y al otro noticias o comentarios. Es también conocido que muchas de las importantes decisiones que el Papa reinante ha tomado en estos años eran precedidas por una consulta a su predecesor, como, por otra parte, este sometía a su aprobación algún escrito antes de hacerlo público.
La “leyenda” de un antagonismo
¿De dónde ha procedido, pues, la “leyenda” de un antagonismo entre ambos papas? La explicación es bastante obvia: algunos sectores opuestos a las reformas del Papa argentino han intentado manipular a Ratzinger, presentándolo como favorable a sus posiciones. Cosa que ha sido siempre rechazada por el inquilino del Monasterio Mater Ecclesiae. Un caso bien conocido es el del cardenal Robert Sarah cuando este decidió publicar su libro Desde la profundidad de nuestros corazones, sobre el futuro de los sacerdotes y donde se reclamaba respeto por el celibato. El editor francés Nicolas Diat, hábil promotor del purpurado africano, pretendió que se trataba de una obra escita a cuatro manos; fue desmentido y se le obligó a retirar de la portada el nombre de Benedicto XVI, pero el equívoco se mantuvo.
Otra fuente permanente de intoxicación a este respecto son algunos medios informativos norteamericanos que, desde hace años, engrandecen las inexistentes “reticencias” entre los dos pontífices. Detrás de esta empresa se encuentra el que fue en su día nuncio en Washington, el arzobispo Viganó, que nunca aceptó que Benedicto XVI le “recompensara” con tan alto cargo, pero que le alejaba de Roma y de los círculos que luego han sido muy críticos con las reformas de Bergoglio. Hay mucho dinero detrás de esta estructura mediática y en ella se vieron envueltos, tal vez sin que lo pretendieran inicialmente, los cuatro cardenales (Burke, Brandmüller, Cafarra y Meiner) autores de los ‘Dubia’, sus dudas planteadas a propósito de Amoris laetitia, exhortación apostólica de noviembre de 2016.
Podríamos señalar otros varios episodios, pero, al mismo tiempo, hay que destacar que nunca, en ninguna circunstancia, Ratzinger se ha prestado a semejantes maniobras. Sobre este tema, en sus declaraciones publicadas al final del imponente y decisivo libro de Peter Seewald, el emérito lo comentó así: “No quiero posicionarme sobre las últimas preguntas, pues eso me llevaría a adentrarme demasiado en aspectos concretos del gobierno de la Iglesia, abandonando la dimensión espiritual, que es la única que todavía me compete”.