Niebla densa. Hasta tal punto de perderse la cúpula de San Pedro. O de fundirse cielo con tierra. Con todas las metáforas con las que se quiera jugar sobre la difusa frontera entre la vida, la muerte y la resurrección. El misterio. El Misterio. Así amaneció Roma para despedir a Benedicto XVI en un funeral inédito en el que un Papa en activo despide a su predecesor en la Sede de Pedro.
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Adiós la Papa alemán que renunció hace una década en una Plaza de San Pedro que no vivió el lleno desbordante de Juan Pablo II. Quizá por la celeridad entre su muerte y las exequias. Quizá por ese tirón mediático de un pontífice cuya agonía se vivió en directo. Quizá por la austeridad con la que quiso despedirse el pastor teólogo y que fue correspondido por los fieles. Quizá.
Serenidad implacable
Sea como fuere, Francisco presidió una ceremonia que no pudo oficiar por esa maltrecha rodilla que algunos quisieran que fuera impedimento para el gobierno de la Iglesia. Con un rostro de serenidad implacable pronunció una homilía que no se convirtió en una loa gratuita la pontífice por el que no solo se pide la canonización, sino la proclamación como doctor a la manera de Tomás de Aquino y Teresa de Jesús. Pero la Santa Sede se guarda para sí los tiempos. “Los políticos tienen que resolver su legado en cuatro años, la Iglesia tiene toda la eternidad”. Lo sentencia un purpurado de largo recorrido y poco dado a dejarse llevar por los impulsos súbitos.
“Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz”. Son las palabras de despedida de Jorge Mario Bergoglio a aquel al que ha visitado en la intimidad, al que ha aplaudido en público y al que ha consultado no pocas cuitas de una Iglesia con no pocos vaivenes internos que bandear. Tan solo en ese momento, un rayo de sol parece colarse en el Vaticano. El único de toda la mañana.
La sobriedad se impone
Eucaristía ágil. Apenas una hora. Lejos de las tres que sirvieron para despedir a Wojtyla. Bendición final. Al féretro del pontífice. Y entonces irrumpen los aplausos, que se acrecientan cuando los portadores lo alzan para llevarlo a hombros. Alguien reivindica a voz en grito la subida a los altares inmediata del Obispo emérito de Roma.. Pero la sobriedad se impone.
Son las 10:52 y el ataúd comienza a perderse por el interior de la basílica. Afuera se queda el gentío. Dentro, en procesión hacia el entierro en las grutas vaticanas, su secretario y confidente y las consagradas de Comunión y Liberación que le han mimado hasta el final. Solo ellos y unos pocos más escuchan la canción de despedida de Bach. En la plaza, las campanas tocan a muerto y provocan de nuevo el silencio. La niebla no desaparece, pero sí se desvanece el último aplauso a Benedicto XVI.