Le conocí desde mis años de estudiante de Teología como un gran teólogo, profesor de teología y asesor en el Concilio Vaticano II. Una trayectoria en las aulas, en los escritos y en libros muy apreciados. Muy poco como arzobispo de Múnich y mucho como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
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Siendo secretario general del CELAM, teníamos muchas ocasiones de encontrarnos, especialmente cuando, con la Directiva, visitábamos los distintos dicasterios de la Curia vaticana. Me impresionó siempre su bondad, amabilidad y prudencia. Jamás le oí levantar la voz. Aun en los momentos difíciles de la década de los años 80, siempre admiré su sabiduría y humildad. Todas las mañanas iba a su despacho con su abrigo, su cartera y aquella boina negra que cubría su cabeza. Caminando por la plaza de San Pedro, sin ser notado.
Primera renuncia
Cuando, en 1991, tuvo un problema cerebro-vascular, expresó al papa Juan Pablo II el deseo de retirarse. El Papa le dijo: “No puedo prescindir de usted. Trabaje menos”. Pero eso no iba con el Cardenal Ratzinger. Fue siempre un gran trabajador.
Ya elegido Papa, recuerdo cuando nos dijo por qué había elegido el nombre de Benedicto XVI: “Benedicto XV fue un Papa que, en tiempos difíciles de la Primera Guerra Mundial, trabajó mucho por la paz y la reconciliación, y yo quiero hacer lo mismo”. Todo su Magisterio lo resumió en ‘Deus Caritas est’. El amor a Cristo y su vida entregada a la Iglesia. Sus homilías y discursos son una fuente inagotable de vida espiritual.
Supo guiarnos en la Conferencia de Aparecida, que ha marcado un camino de renovación y de vida en la Iglesia de América Latina. Y, luego, estos casi diez años de vida oculta en oración y ejemplo para todos en la Iglesia. Gracias, papa emérito Benedicto XVI, servidor sabio, fiel y prudente.