Sabemos que, por definición, funambulista es aquella persona que camina sobre el alambre – por la cuerda floja– en una exhibición de circo o similar. Acróbata, artista, mago o maga, hábil, extravagante. Destreza en vuelo. Desgarradas plantas de pies rotos. Suelo abierto. Extravío en el abismo. Empuje de un eros que le gana al tánatos. Posibilidad de jugar con la nada. Probabilidad de lograr la caminata.
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Ser funambulista es una manera de ser interior, honda, propia y única que no es explicable como sucede con otras disciplinas artísticas. Es ser en la mayor intimidad consigo mismo. Como cada persona humana en su mismidad. Ser amante del alambre. Ser uno con el hilo que sostiene. Porque es ir caminando sobre la propia vida.
Así hablaba Jean Genet sobre el alambre en su carta-poema ‘Para un funámbulo’, “lo amarás con un amor casi carnal. Cada mañana, antes de comenzar tu entrenamiento, cuando está tenso y vibra, ve y dale un beso. Pídele que te sostenga y que le otorgue la elegancia y el nerviosismo a tus corvas. Al final de la sesión salúdalo, agradécele. Y cuando esté todavía enrollado, en la noche, en su caja, ve a verlo, acarícialo. Y pon suavemente tu mejilla contra la suya”.
Cuidar al alambre de manera carnal es apropiarnos del ser que somos con la alegría de vivir sobre ese alambre que nos invita a extendernos, a amplificarnos, a desplegarnos sobre el curso de vida que nos ha sido regalado. Es el cronos del amor de Dios por sus criaturas que −con su fragilidad y sin mirar el suelo− les permite vivir el cielo de instante en instante.
Maneras de explicarnos
Muchas palabras nos han sido asignadas a los cristianos y cristianas a lo largo de la historia en las tantísimas definiciones que nos ofrece nuestro camino de anuncio del Evangelio según el carisma obtenido por gracia o por definición comunitaria y por el que también solemos mostrar complacencia y orgullo. Podemos ser ignacianos, salesianos, carmelitanos, verbitas, neocatecúmenos, carismáticos, focolarinos o teresianos, con el femenino correspondiente, claro está.
Cada quien tiene el derecho y el deber de vivir el estilo que ha elegido en libertad para el seguimiento de Jesús y desplegar su relación personal o comunitaria junto a Dios Padre y al Espíritu Santo. Más allá de esa elección, todos y todas somos diocesanos en nuestra condición de pertenencia al Corpus Eclesial, caminando en cada iglesia particular como se define a una diócesis.
La posibilidad de nombrarnos de estas maneras nos da identidad y pertenencia. Nos da la oportunidad de ser ubicados dentro de un grupo, movimiento o congregación sujetos a la vida diocesana y eclesial. Esto nos ahorra muchas veces el tener que definir la espiritualidad que ejercitamos, más o menos de manera acorde a esas líneas que nos han sido dadas por reglas o aún por adopción plena y en conciencia. Son maneras de explicarnos que nos sostienen.
Caminar sobre el alambre
Entonces, podemos andar, caminar, pasear, viajar, deambular, transitar, correr, desfilar, marchar, peregrinar, recorrer, callejear –diría Francisco– sobre nuestras plataformas y modalidades según estas maneras de nombrarnos.
La pregunta es si antes hemos podido caminar sobre el alambre. En este ahora que es hoy mismo, en el que cada persona vive con su edad única parpadeante, sobresaltada, insólita, inhóspita, acelerada y brutal, ¿se puede caminar sobre el alambre en tiempo siempre presente? ¿Se es conciente del acto de caminar sobre la permanente cuerda floja que está a mis pies? ¿Cómo caminar en la propia vida sin enseñanza previa? ¿Existe quien acompañe a discernir clara e integralmente cómo caminar sobre el alambre? ¿Hay que dejar que alguien acompañe? ¿Hay que pedir, llamar, buscar? ¿Cómo celebrar la vida sin haber logrado integrar aún el cuerpo, el espíritu y el alma?
Una manera de ser
“El peligro tiene su razón: obligará a tus músculos a lograr una precisión perfecta –el menor error causará tu caída, con heridas, o la muerte– y esta precisión será la belleza de tu danza”, arriesga con certeza el poeta.
Ser funambulista de Dios es empezar por casa, como la caridad bien entendida. Porque la identidad y pertenencia se mueven en esos espacios donde la reflexión es personal y no la que imponen otros La identidad es el lugar donde se puede jugar con los propios límites y sentir seguridad aún en los extremos. La pertenencia se construye con habilidades, docilidades y entregas cotidianas. Por esto, es necesario ejercitar los músculos del discernimiento pleno y total, no muchas veces aceptado ni acompañado. Se necesita desarrollar discernimiento psicológico, racional, espiritual, moral y ético. Allí residirá entonces la belleza de nuestra danza.
Ser funambulista de Dios es andar a veces a tientas y en la oscuridad, pero confirmando a cada paso que siempre está. A veces hay cansancio, porque se hace barro detenido en las plantas de esos pies que piden un paseo más liviano. Hay días en que se “convierte en una desolación, estoy siempre dolorida” y el corazón gime. Pero Él da aliento a un andar sin duda y nos dice “endereza tu corazón, sé firme, y no te inquietes en el momento de la desgracia”. Se vuelve entonces a pisar con la convicción del hacer pasar de largo a la tristeza, “porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes”.
Es saber que el alambre viene en el mismo paquete de regalo que Él hizo y no está fuera de cada uno sino profundamente en cada ser. Búsqueda del equilibrio y la armonía trinitaria. Empieza y termina con el gran hallazgo de Jesús vivo y presente.
Es andar, caminar, pasear, viajar, deambular, transitar, correr, desfilar, marchar, peregrinar, recorrer. Es el callejear sin miedo de cada quien para encarar el trabajo por el Reino sin dilaciones. Hoy.
“Si tu amor, habilidad y astucia son lo suficientemente grandes para revelar las posibilidades secretas del alambre, si la precisión de tus gestos es perfecta, él se precipitará al encuentro de tu pie: no serás tú quien baile, será el alambre. Pero si es él quien baila inmóvil y si es a tu imagen la que él hace saltar, tú entonces, ¿dónde estarás”, dice Genet a su joven enamorado.