Uno de los elementos comunes entre el asalto de turbas al Capitolio, el 6 de enero de 2021, y el reciente asalto golpista en Brasilia es la invocación pública de Jesús. Se han podido contemplar carteles que atacaban a las instituciones constitucionales en nombre de Jesucristo, grupos que se arrodillaban a rezar, bendiciones a los asaltantes, sermones de batalla, cruces y otras manifestaciones cristianas. En nombre de Cristo se buscaba matar a representantes del pueblo y se convocaba a un golpe de Estado militar. Tanto aquella turba trumpista como la bolsonarista dejaron a la vista que buscaban un proyecto totalitario.
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Cualquier cristiano decente ha tenido que sentir una enorme vergüenza al ver cómo se usaba a Cristo, la oración, la cruz y las iglesias para impulsar y amparar golpes violentos contra las democracias. De nuevo, la cruz era usada como espada.
La movilización del voto religioso ha sido un factor crucial en las elecciones brasileñas –también en la campaña de la izquierda–, como lo es en Estados Unidos. Cada vez es más importante en casi toda América, en África y en el oeste y sur de Asia. En la guerra ruso-ucraniana, también está siendo un factor definitivo para la legitimación y la motivación públicas. Y en Europa, el factor religioso volverá a ser importante para un sector cada vez más minoritario, pero progresivamente cohesionado alrededor del valor de lo religioso. Una parte de esa relevancia es utilitaria y espuria.
La tumba de la fe
Se engaña quien interprete el uso ultraderechista de la religión como un baluarte de un credo; cuanto más se usa, menos religiosa se hace la sociedad, aunque formalmente parezca lo contrario. Es una politización radical de lo religioso, una colonización ideológica de lo espiritual: cava la tumba de la fe. Lo malo es que es patente que ya hay muchos corazones de laicos y pastores encerrados en esa ideologización.