La humildad no está reñida con la grandeza


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En nuestro artículo pasado, estas Navidades, invitábamos a observar a san José como ejemplo del ecónomo. Destacábamos especialmente su ejemplo de humildad, que invitábamos a emular, no solamente para enriquecimiento y virtud personal del lector, sino por la potencia transformadora que tiene para nuestras organizaciones, congregaciones y comunidades. Mostrábamos cómo el conocimiento de uno mismo, y la consciencia de las propias limitaciones, es lo que posibilita que nuestras acciones puedan ser fructíferas.



El hombre humilde ha asumido dos presupuestos básicos: por un lado, se sabe limitado, no solamente porque un ser humano no es todopoderoso; sino porque conoce por Revelación o por experiencia del día a día que el pecado hizo estragos en la naturaleza de Adán, y todos arrastramos su culpa. Por otro lado, se sabe contingente: el único necesario en este mundo es Dios, y el resto somos prescindibles. Nuestras funciones o empeños, aunque sean importantes, no son más que suspiros en la Historia. No somos seres ni absolutos, ni necesarios, ni perfectos.

Cualquiera podría pensar que, ante semejante panorama, el humilde se retrae o se deja llevar por la desesperanza, la acedia o la inactividad. Sin embargo, es precisamente por ambas razones (nuestras limitaciones y nuestra contingencia), que nuestras misiones cobran sentido trascendente: están encaminadas a la felicidad, y toda felicidad, en último término, viene del que sí es necesario, Cristo.

Desde Cristo, la pequeñez humana toma cuerpo y crece, se transforma y perfecciona. Jesús da cumplimiento al “seréis como Dios” del Génesis. Como recuerda san Pablo (1 Cor 6, 20), hemos sido comprados a un precio muy alto, la sangre del mismísimo Dios. He aquí la infinita contradicción del amor divino: lo grande se ha entregado por lo pequeño, el necesario ha muerto por el contingente, el todo por la nada.

Enseñanzas

¿Qué enseñanzas podemos sacar de esto? En primer lugar, el ecónomo humilde debe saber que ni su humildad, ni la humildad de su institución, están reñidas con la grandeza de la misión que tienen encomendada, ni con la envergadura de los medios necesarios para llevarla a cabo. La desnudez de un Francisco de Asís no estuvo reñida con el “Francisco, repara mi Iglesia”; ni el candor de una Teresita del Niño Jesús con su patronazgo misionero; ni la niñez de un san Tarsicio con la gloria eterna del martirio. Del mismo modo, ser humilde no es sinónimo de ser mediocre: grandes talentos y altas cotas han sido marcadas para la Iglesia.

En segundo lugar, gracias a la conciencia conjunta de grandeza y pequeñez, puede nacer un concepto inédito, el principio de subsidiariedad. Sus bases las sentaron León XIII en la Rerum novarum, así como papa Pío XI en Quadragesimo Anno: el orden natural exige que los niveles de organización superiores estén al servicio de los niveles inferiores, y no traten de acaparar todo el terreno, sino que cada peldaño tenga su propio espacio de autonomía. Y viceversa, es propio del orden natural configurar comunidades del tamaño y alcance suficiente como para dar respuesta a los retos que, por sí solos, no pueden alcanzar los individuos. En definitiva, las organizaciones humanas, cuanto más extensas son, abarcan más aspectos de la vida humana, pero deben ser conscientes de que lo que se gana en amplitud, se pierde en intensidad.

Alveus

Así, la humildad como virtud económica permite, por un lado, asumir que la pequeñez humana puede en ocasiones necesitar no solamente de la gracia sobrenatural, que por supuesto, sino de la ayuda de entidades más grandes, más experimentadas, más especializadas. Por otro, la conciencia de la presencia de Dios en cada alma permite no despersonalizar la gestión de nuestros proyectos, sino ser conscientes de que es necesario permitir el pleno desarrollo de los niveles inferiores de la organización, sin pretender cargar con el monopolio de todo a una curia que también es humana.

Alveus busca con su gestión potenciar ambas facetas: la delegación especializada que supone dejarse asesorar con altura de miras; y el acompañamiento y formación, constante y cercano, a los ecónomos y religiosos que viven los detalles del día a día.

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