La Jornada para la Vida Consagrada fue instituida oficialmente y para toda la Iglesia por el papa san Juan Pablo II, el 2 de febrero de 1997, un año después de la publicación de la exhortación apostólica postsinodal ‘Vita consecrata’; de ahí que no publicase ningún mensaje para esa fecha, porque quería que se reflexionase sobre la exhortación recientemente publicada.
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El Papa deseaba que esta Jornada “ayudase a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos” y, al mismo tiempo, fuese “para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor”.
Todo esto en la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, que revela “el misterio de Jesús, el consagrado del Padre, que ha venido a este mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10, 5-7), (…) La Presentación de Jesús en el templo constituye así un icono elocuente de la donación total de la propia vida por quienes han sido llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, ‘los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente’ (VC) 1”.
San Juan Pablo II era sabedor de que “la Vida Consagrada estaba en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que ‘indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana’” (n. 3). Por ello invitó a las personas consagradas a mirar al futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios: “¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas” (ib, 110).
Para servir a la humanidad
Hoy el papa Francisco quiere hacer suya aquella memoria agradecida a la Vida Consagrada, por ello invita a todo el Pueblo de Dios a dar juntos gracias a Dios por la riqueza que para la comunidad eclesial constituye esta presencia universal de la Vida Consagrada y por el carácter evangélico del testimonio que ha desempeñado no solo en el pasado, sino que continúa siendo un don precioso para el presente y futuro de la comunidad eclesial, porque pertenece a su vida, a su santidad y a su misión.
Nuestros fundadores y fundadoras han sentido en sí la compasión que embargaba a Jesús al ver a la multitud como ovejas extraviadas, sin pastor. Así como Jesús, movido por esta compasión, ofreció su palabra, curó a los enfermos, dio pan para comer, entregó su propia vida, así también los fundadores se han puesto al servicio de la humanidad allá donde el Espíritu les enviaba, y de las más diversas maneras: la vida contemplativa, la predicación del Evangelio, la catequesis, la educación, el servicio a los pobres, a los enfermos, a los migrantes… La fantasía de la caridad no ha conocido límites y ha sido capaz de abrir innumerables sendas para llevar el aliento del Evangelio a las culturas, a los alejados y a los más diversos ámbitos de la sociedad. Sí, descubrieron la belleza del servicio evangelizador que conlleva la donación al Señor.
Nuestra vivencia gozosa, nuestra alegría, es un servicio indispensable que la Iglesia espera de la Vida Consagrada en esta época marcada por profundos cambios sociales y culturales, por profundas desesperanzas, por conflictos bélicos, por la falta de ilusión y de coraje. Solo si perseveramos en el seguimiento fiel de Cristo seremos testigos creíbles de su amor, de su misericordia, compasión y perdón, y de su capacidad de hacernos felices.
Debemos ser, pues, como una “levadura” de esperanza y alegría para la humanidad sedienta de paz, de fraternidad y de justicia. Seamos “sal” y “luz” para los hombres y las mujeres de hoy, que en nuestro testimonio pueden vislumbrar el reino de Dios y el estilo de las “bienaventuranzas” evangélicas.
El mundo al que envía Jesús es el mundo amado por Dios. “De tal manera amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). El verdadero apóstol no se pasa la vida criticando al mundo, juzgando al mundo, condenando al mundo, sino amándole, acompañándole, sirviéndole.
El verdadero pastor
El verdadero pastor vive para la misión, se desvive por ella y hasta llega a decir: hago lo que más me gusta. Tanto ha llegado a encarnarse en la tarea evangelizadora que ya forma parte de su propia existencia. Dice el papa Francisco: “Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar” (Evangelii gaudium, 273).
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5, 14). “Ay de mi si no evangelizo” (1 Co 9, 16). Todos deberíamos hacer nuestras estas palabras del apóstol. San Pablo recibió el encargo de Jesús: “Ser testigo del Evangelio”. La evangelización constituye la razón de ser de nuestra vida cristiana: “Id y haced discípulos”.
La nueva evangelización requiere que nos dejemos interpelar continuamente por el Evangelio, por la Palabra revelada y por los signos de los tiempos… La nueva evangelización exige de los consagrados una plena conciencia del sentido teológico de los retos de nuestro tiempo (cf. VC 81). La Vida Consagrada debe reflexionar sobre los propios carismas para ponerlos al servicio de las nuevas fronteras de la evangelización… Los consagrados deben llegar allí donde habitualmente otros nos pueden ir (cf. Caminar desde Cristo, 36).
Mojarnos
El papa Francisco nos pide a los religiosos que “despertemos al mundo. La vida consagrada es profecía. Dios nos pide que dejemos el nido que nos arropa y salgamos a los confines del mundo, evitando la tentación de someterlos. Esta es la forma más eficaz de imitar al Señor”. Jesús predicaba entre la gente, con la gente y para la gente, conocía sus costumbres y sus necesidades.
No podemos mirar el mundo desde el balcón. Debemos mojarnos: debemos intentar regenerar, purificar esta sociedad que deja de mirar al otro como hermano, que abandona el principio de solidaridad por el individualismo economicista.
Avancemos, despojados, detrás de Jesucristo y de su pasión, abiertos a la novedad del Espíritu que nos sigue hablando a través de estos tiempos convulsos que vivimos. Porque no hay tiempo más hermoso, más rico que el que estamos viviendo hoy día.