Es demasiado importante ser obispo como para que carguen solos con tal responsabilidad. Necesitan que sus decisiones puedan ser acompañadas y valoradas, y que su labor sea evaluada comunitariamente para dar gracias y mejorar. En tiempos antiguos, el cabildo ejercía ese contraste, pero el posterior desarrollo tridentino les dejó solos, y el Concilio no modificó esa situación. El crucial Sínodo de la Sinodalidad debería ayudar a encontrar cuál es esa instancia con la que la Iglesia diocesana puede ayudar.
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Los superiores de congregaciones tienen órganos que permiten discernir comunitariamente, un lugar de garantías y también de contrapeso que ayuda a valorar, enriquecer y también prevenir riesgos de los que nadie que gobierne está libre.
Se necesita un lugar que no sea solamente consultivo, sino con iniciativa para revisar las cosas y crear una dinámica colaborativa y de auténtica deliberación. Se necesita ese lugar donde participen pluralmente las distintas vocaciones de la Iglesia y haya diversidad de sensibilidades. Los consejos pastorales no son suficientes para asegurar que se cumple esa función.
Un grupo manejable
El tamaño del grupo debe ser suficientemente manejable para que pueda haber auténtico discernimiento comunitario, discreción teniendo en cuenta lo delicado de algunos asuntos, confianza para una estrecha colaboración, amistad apostólica para acompañar en lo personal teniendo en cuenta nuestras capacidades y limitaciones humanas. No responde a un órgano “político” ni de contrapoder, sino a una instancia en la que poder apoyarse, pero que tenga un carácter suficientemente independiente para que pueda valorar y expresarse con libertad.
Se precisa trabajar por la unidad en la gran diversificación que experimenta nuestra sociedad. Pero la respuesta tiene que incorporar la diversidad en su interior y no dejar a nadie solo, menos aún a quien decide para todos. Quizá se podría crear una Comunidad de Acompañamiento Episcopal.