Cuando algunas voces públicas parecen terminar justificando todas sus conductas, surgen otras voces que contrarrestan versiones oficiales en un rotundo deseo de que la verdad se abra paso ante la desatención de los vulnerables. Ese ha sido el caso de distintas asociaciones y organizaciones –varias eclesiales– que han alzado la voz ante el levantamiento, demolición y realojo vergonzante del asentamiento de El Walili en Níjar (Almería), donde vivían unas 450 personas, de origen subsahariano y marroquí, y que trabajan en los invernaderos de la zona.
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Se solicitó el aplazamiento del desalojo varias veces para procurar con tiempo la integración necesaria y una vivienda que sustituyera y no vulnerar así los derechos humanos de estos trabajadores, que no temporeros.
La realidad del realojo ha confirmado las sospechas… Cada cual buscó la manera de escapar de esa programada desorganización, que, alguien sin sonrojarse, se atrevió a vender electoralmente como “la mayor acción humanitaria llevada a cabo”.
También lloré
Con una solución chapucera para salir del paso en un año electoral. Y dejando a muchos en la estacada. A varios kilómetros de los puestos de trabajo de las personas que habitan El Walili. Y mientras tanto, gente tirada por la calle, sobre todo, los subsaharianos, con menos recursos de amigos y familiares. La solución habitacional del Ayuntamiento que unos 45 aceptaron consistía en algunos módulos y una nave con literas donde la intimidad brilla por su ausencia y un catering para comidas por un tiempo que parece ser de dos meses. ¿Y después? Y eso que el proceso para la integración llevaba ya tiempo advertido para ser previsto y cuidado. Personas trabajadoras con sus papeles en regla, que siguen sin encontrar vivienda y que arrastran historias de desprecio, humillación y explotación desde que salieron de su tierra y siguen con la misma historia en la nuestra.
El día del desalojo, llovía en Almería. Un compañero me decía que “parecía que era Dios el que lloraba”.
Yo recorrí hace pocos años algunos de esos campos. También lloré.
Agua de lluvia del cielo en el desalojo de este domingo. Y quizás lluvia de lágrimas porque hay más de estas que el agua potable que salía muy escasa y milagrosamente de un solo grifo en un punto común en este asentamiento. Lágrimas de estos esclavos del siglo XXI que, por una miseria de euros, sudan y se ahogan en su trabajo –llanto de lágrimas de sal–, levantándose y agachándose una y otra vez para recoger el fruto de la tierra dentro de los invernaderos que han convertido a Almería en una potencia mundial del cultivo de hortalizas. ¿A costa de qué?
Hacen un trabajo esclavo permitido desde la ceguera culpable de tantos responsables. Trabajadores que viven en condiciones infrahumanas, muchas veces enganchados como pueden a la vida, lo mismo que se enganchan como pueden a la luz eléctrica. El “poblado” que yo visité –San Isidro y La Paula– es uno más de los muchos asentamientos en los que podrían vivir unas 4.000 personas en el entorno de los términos de El Ejido, Roquetas, Níjar… Con menores incluidos.
Muchos de ellos llegados en pateras. Donde el agua del mar se mezcló a chorros con su sangre. Como “adivinaba” Federico Garcia Lorca suponiendo sus largos viajes: “¿Qué llevas, oh negro joven,/mezclado con tu sangre? Llevo, señor, el agua de los mares. Esas lágrimas salobres/ ¿de dónde vienen, madre? Lloro, señor, el agua de los mares. Corazón, y esta amargura/seria, ¿de dónde nace?/ ¡Amarga mucho el agua de los mares!”.
Las lágrimas de Dios de este día del desalojo también eran amargas.