La gran desvinculación social de las últimas cuatro décadas ha tenido impacto en numerosos fenómenos en las familias: individualismo, polarización política, evasión fiscal o aumento de la competitividad insana en todos los medios. La descomposición de los vecindarios ha afectado profundamente a las parroquias porque es más difícil formar comunidad, los parroquianos no establecen vínculos afectivos que atraigan la participación.
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Pero, sobre todo, ha desaparecido la idea de pueblo, crucial en la Eclesiología. Sin esta idea se corrompe la vivencia de Iglesia y se hace muy complicada la existencia de la parroquia. Esta se convierte en una cartera profesional de servicios y sacramentos, y deja de ser una comunidad.
Cuando no hay pueblo, se pierde el sentido de pastor. El pastor es del orden de la comunión en Cristo, trabaja en el seno del pueblo para unirnos en Él y tras Él. Es el pueblo quien lo elige pastor guiado por el Espíritu Santo.
Cuando desaparece el pueblo, el pastor se transforma. Puede que trabaje por iniciar una pequeña comunidad naciente que sea semilla de Pueblo de Dios en ese lugar. A veces, son la rigidez y mentalidad excluyente de grupos o líneas teopolíticas las que expulsan al pueblo, como cuando se ha echado de algunas parroquias a comunidades enteras de centenares de miembros tachándolos de liberales o heterodoxos. Esto ha sucedido sistemáticamente y ha acelerado la citada gran desvinculación.
Crisis de las parroquias
La preocupante tendencia ultraconservadora de una parte del clero joven se debe a la falta de Pueblo de Dios y su sustitución por movimientos. Es un efecto insano de la crisis de las parroquias. No hay revolución en ningún alzacuellos ni sotana, sino en crear Pueblo de Dios alrededor de Jesús. Donde hay pueblo, surgen vocaciones y tienen la misma pluralidad que la gente.