Muchas son las cosas que nos conmueven: la amistad, el arte, la fiesta, el sexo, los viajes, la riqueza, la religión, la política, el deporte, el pensamiento… Cuando algo o alguien nos conmueve, de alguna manera nos impacta, invitándonos a nuevas formas de hacer, animándonos a reorganizar nuestro tiempo, y generándonos nuevas ocupaciones y nuevas preocupaciones. En definitiva, cuando algo o alguien nos conmueve, inevitablemente, nos convierte.
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Me despierto, y como en otras muchas ocasiones, me dejo atrapar por las redes sociales. En mi móvil aparecieron, la misma mañana, una breve biografía de Simone Weil y el diálogo de Jesús con la sirio-fenicia (Mc 7,24-30). El amanecer me saludó con dos historias de conversión.
De Simon Weil a Jesús de Nazaret
La primera, la de una mujer que, ahondando desde la filosofía en el sentido de la fragilidad del ser humano, descubre la necesidad de un cambio personal, de una nueva orientación vital, de una reformulación de su pensamiento cuando se incorpora al trabajo en la fábrica o se enrola como miliciana en nuestra guerra civil. El segundo, Jesús de Nazaret, también hace gala de su conversión en el pasaje de la sirio-fenicia, negando, inicialmente, la ayuda a aquella mujer, pero cambiando su actitud cuando esta transparenta su angustia.
Los dos se dejaron conmover. Los dos se dejaron convertir. Pero no se conmovieron ante cualquier cosa. Fue la compasión por los otros lo que les convirtió, lo que removió las entrañas.
Podemos leer nuestras biografías como una secuencia permanente de conversiones, pero no todas las conversiones nos abren al encuentro vivificante con el Padre y al valor, por encima de todo, de la vida del otro.
Conviene sacudirse el polvo.