El primer encuentro ha sido con la Auxiliadora. Estaba allí de pie, blanca y mirando a quien cruza el umbral. En un santiamén vuelvo a ser una niña. Estamos en la terraza del Instituto, a los pies de la Auxiliadora que domina el pueblo con su mirada. Sor Graziella acaba de dejar caer una cerilla encendida sobre nuestras peticiones y sale un humo oscuro del cubo: “Vuestras oraciones vuelan al cielo, niñas”, nos dice con alegría. Seguimos el humo con la mirada y nos perdemos en el azul. Vuelvo al presente, a esta Virgen que me acoge con una amabilidad que me conmueve y me parece que he vuelto a casa.
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La hermana Zvonka Mikec tiene una hermosa sonrisa y está algo ruborizada porque sabe que una escritora ha venido a entrevistarla, a hacerle preguntas sobre África, donde vive desde hace treinta años como misionera.
“Yo he crecido entre vosotras”, le digo.
En su rostro se dibuja una enorme sonrisa y me pregunta: ¿Y dónde?
“En Sicilia”.
“Así que has sido nuestra alumna”.
“Sí, desde la escuela infantil”.
Se acaban de invertir los papeles, ella pregunta y yo respondo. Le hablo de sor Graziella, de sor María con quien estuve en un grupo misionero durante años, de los muchachos del Amazonas que nos enviaban cartas y fotografías exóticas como la de un niño con una gran serpiente al cuello. También le explico que hace mucho que no sé de las hermanas. “En realidad, me he perdido muchas cosas”, le digo. Charlamos un poco más, reímos y en nuestra conversación ya empezamos a hablar de Dios. Ella y yo tenemos la misma edad. Ella es del 62 y yo del 63. Aunque venimos de mundos distintos.
Ella de Eslovenia, de una tierra que llaman “la pequeña Suiza”, me dice. Viene además de un régimen comunista que impedía a los creyentes vivir su fe en público. Mientras que mi realidad es completamente distinta. Yo vengo de una tierra preñada de ritos y liturgias que se desarrollan fuera de las paredes del templo y que impregnan la vida de la gente. Y, sin embargo, ella es la consagrada y yo la que escribe.
La observo unos instantes. Es una mujer fuerte con una mirada sincera. Me dicen que lleva África tatuada en el alma. ¿Y cómo se nota en el cuerpo?, ¿con una piel bronceada por el sol?, ¿con una mirada llena del dolor de los pueblos afligidos por guerras y hambrunas?, me pregunto.
“¿Me hablas de lo que es África para ti?”
Esboza una pequeña carcajada: “¿Por dónde empiezo?”
“Quizá por el momento en que entendiste que querías ser misionera?”
Asiente y comienza su relato. “Siempre me han gustado los niños y sabía que sería educadora. Nuestro párroco, a pesar de un régimen comunista de prohibiciones, siempre estaba inventando nuevas formas de reunir a los pequeños. Al crecer comprendí que era importante rezar juntos”.
Cuenta que cuando tenía once años llegó a la parroquia un misionero desde Burundi y que sus palabras combinadas con las diapositivas fueron tan impactantes para ella que, junto a dos amigas se dijeron, “vamos a ser misioneras”. Hablaron con el párroco para saber qué tenían que hacer. “Tenéis que crecer”, les respondió. “¡Qué inteligente!, ¿eh?”, añade. Les puso en contacto con unas hermanas vicencianas que propusieron a las chicas unos días de ejercicios espirituales en la ciudad de Bled.
“Recuerdo el primer encuentro. Estábamos en dormitorios pequeños, apretadas como sardinas, pero había ese ambiente alegre, festivo… Éramos unas chicas inquietas, despiertas”. Esa inquietud aún vive dentro de ella, se distingue en su sonrisa, en sus ojos vivaces.
Camino vocacional
En Bled conoció a una monja anciana, Francesca, a quien le encantaba hablar con las recién llegadas. “Le dije que quería ser educadora”. Ella intuyó su vocación y siguió escribiéndola para acompañarla en su camino vocacional. “Me gustaba estar con las monjas, pero no estaba segura de querer convertirme en una”, explica. Hasta que Francesca en una carta le preguntó qué quería hacer con su futuro.
“No le respondí, vivía en un país comunista y si hubiera manifestado mis intenciones habría tenido dificultades para estudiar. Además, el régimen prohibía a los maestros practicar su fe. Me matriculé entonces en una escuela profesional mientras mantuve siempre el contacto con las religiosas. Dentro de mí sabía lo que quería, pero guardé silencio al respecto. Sor Francesca volvió a preguntarme qué pensaba hacer. Hablé con mi madre y decidí. Fui a la escuela secundaria en Ljubljana, un tiempo feliz, y tras un año de postulantado, comencé el noviciado en Castel Gandolfo. El 5 de agosto de 1984, en Bled, hice mi primera profesión religiosa”.
“¿Y la misión?”
“Dentro de mí, escuchaba la voz que me llamaba a la misión, pero no llegué a contarlo. Nada sucede por casualidad. Cuando estaba en Conegliano Veneto se preparaba la primera expedición a Madagascar. Yo era una joven religiosa que observaba todo ese movimiento mientras pensaba en lo mucho que me gustaría ir. Así que también presenté la solicitud. Pero estaba todavía en primer año y me dijeron que esperara a los votos perpetuos y después, si todavía tenía intención, me iría”.
Detiene su relato y me mira apuntar. Y prosigue: “La preparación a los votos perpetuos es un momento de reflexión, el tiempo en el que el Señor te sale al encuentro. Recé para discernir y comprender. No llegué a entender bien su mensaje hasta que un día, la provincial me preguntó si todavía pensaba en las misiones. Esa me pareció la señal que me enviaba el Señor. Envié de nuevo la solicitud y en dos semanas recibí la respuesta: ‘Termina tus estudios y vete’. Terminé y llegó el destino: ¡Angola! Yo sabía que estaba en África, eso era todo, ni siquiera que hubiera guerra”, rememora entre sus recuerdos.
Me fascina su historia, la espera silenciosa, el vivir la vida mientras sucede, encontrándose como frente a una puerta que, al abrirse, revela fragmentos del futuro.
Todo rojo
“El 25 de abril de 1990, con otras doce hermanas, recibí el crucifijo misionero y partí para Verona donde hay un centro diocesano de formación. Nos instruyeron otros misioneros con experiencia en África. Allí nos contaron lo que íbamos a encontrar, las culturas, los tabúes… Obviamente, la verdadera preparación llega cuando estás en el sitio. Si te soy sincera, antes de marchar nunca me pregunté cómo sería ese lugar o lo que haría. Solo pensaba en los niños, en celebrar con ellos y en hablarles de Jesús y eso me hacía muy feliz”.
“¿Hablarles de Jesús, en qué idioma?”
“En portugués. Lo estudié durante cinco meses en Cascais”.
“¿Cuál fue tu primera impresión cuando llegaste a Angola?”
“Al bajar del avión, vi todo rojo: la tierra, las casas, las montañas de tierra roja. El aire no estaba demasiado caliente, como aquí en junio. Estaba muy emocionada. Caminé lentamente con los demás y cuando vi a mis hermanas me sentí aliviada. La comunidad de Luanda estaba en el cuarto piso de un edificio y me sorprendió por lo pequeña que era. Había solo cuatro hermanas y todo muy sencillo, muy pobre pero tan acogedor que me sentí como en casa. Me vinieron a buscar dos hermanas para llevarme a Cacuaco, a quince kilómetros de Luanda. El viaje en el Range Rover inmediatamente me dio un sentido de misión. Me esperaban las monjas y muchos niños cantando. Uno de ellos me recibió con un enorme racimo de plátanos. Lo recuerdo como un momento maravilloso”.
Dice que en ese momento la zona estaba llena de refugiados y que la guerra, recién terminada, había destrozado a muchas familias así que los que llegaban del interior del país estaban necesitados de todo. “Dimos lo que pudimos, hicimos catequesis, enseñamos costura a las madres, alfabetizamos a los niños. Al principio no había escuela, pero pudimos construirla en 2002 con la ayuda de jóvenes”.
“¿Pudiste pagarles?”
“Sí, recibían un salario que les permitía mantener a sus familias. Empezamos de cero, haciendo ladrillos con arcilla roja, y construimos un hermoso centro que hoy acoge a más de mil quinientos jóvenes; algunos todavía trabajan con nosotros, son muy buenos trabajadores. Un solo electricista fue capaz de hacer la instalación de una escuela entera”.
“¿Cómo fue esa Navidad en Angola?”
Sonríe y me explica que pasó la Nochebuena “en la capilla de un pueblo repartiendo comida”. “La decoración navideña más hermosa fue la distribución de maíz, de las judías y del aceite. La realidad en los pueblos es la más crítica porque allí hay situaciones de extrema pobreza”, concluye.
Otros destinos
“¿Intentan emigrar a Europa?”
“No, más que nada hacia la capital. Los jóvenes llegan a la ciudad y no encuentran lo que esperan. Pese a todo, unos se quedan en la calle a vender y otros se adaptan a cualquier trabajo para poder subsistir. Están solos sin su familia. Si no encuentran algo que merece la pena terminan delinquiendo. Hay gente muy joven que nos preocupa por lo que tratamos de ofrecerles oportunidades académicas, algo que les pueda interesar y que les aleje del hambre y la delincuencia. Pero no es fácil”.
“Después se fue a otro destino”.
“A Mozambique. Viví allí desde 2010 hasta este año. Es una realidad más pobre y difícil que la angoleña, aunque la guerra terminó antes. En el norte se ha vuelto a la violencia provocada por grupos yihadistas que atacan e incendian pueblos. Nuestra comunidad vive situaciones difíciles, algunos maestros han visto morir a sus familias, hay muchos huérfanos y demasiada gente huyendo para salvarse. En el sur la situación es más tranquila, allí brindamos formación. Los muchachos estudian y aprenden oficios como costura, panificación o trabajos agrícolas. Hemos creado dos centros de acogida para jóvenes en situación de riesgo. Muchos de nuestros maestros de ahora son niños que formamos entonces. Siempre digo que, con un poco de esfuerzo, mucha oración y mucho trabajo se pueden obtener buenos frutos”.
“Estoy convencida”.
Sonríe.
Miro el reloj. Entiendo que es hora de terminar. Pasamos de la capilla, un saludo al Santísimo, otro a la Virgen, un abrazo a ella que me acompaña hasta la entrada y, cuando es hora de marchar me dice: “Adiós y vuelve cuando quieras”.
*Reportaje original publicado en el número de febrero de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva