Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Por sus frutos les conoceréis


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“Así, todo árbol sano da frutos buenos” (Mt 7,16-17). Se nos marchó un árbol sano, bien sano, que nos dejó una biografía llena de buenos frutos: Enrique de Castro. Encontraréis, incluso en esta revista, alusiones a su vida entregada a las personas más humildes del barrio madrileño de Entrevías, a su capacidad para liderar procesos de transformación social, a sus padecimientos durante el tardofranquismo y a sus dificultades de relación con la curia madrileña. No voy a descubrir nada nuevo de este hombre. Yo tan solo le conocí de oídas.



De su fallecimiento se ha hecho eco, sobre todo, la prensa políticamente más progresista, y he podido observar que en los discursos sobre su persona se ha acentuado, esencialmente, su activismo social y sus enfrentamientos con la Iglesia oficial.

Cuando Jesús, con clara actitud iracunda, se esfuerza en decir que “por sus frutos los conoceréis”, está contraponiendo falsas religiosidades, como la de los fariseos o los falsos profetas, a la verdadera religiosidad que más tarde nos recordará Santiago en su carta: “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo” (St 1,27).

Romero, Casaldáliga o Cámara

¿A quién nos dice, entonces Jesús, que conoceremos por sus frutos? Creo que a los hombres y mujeres de fe verdadera.

Los grandes amantes que ha dado nuestra Iglesia se han sabido llenos de la misericordia del Padre. Muchos de los hombres y mujeres que han iluminado nuestro caminar, eran hombre y mujeres de Dios. El propio Enrique afirmaba que “la fe no es que nosotros creamos en Dios sino saber que Dios cree en nosotros”. Enrique era un hombre de oración que, como Jesús, precisaba de retirarse al monte, en soledad, para descansar y rezar alejado de los desamparados con los que compartía su tiempo. Enrique era un hombre de eucaristía, que sabía que su misión era partir el pan con los más pobres.

Enrique de Castro

Enrique era sacerdote, y nunca renunció a su sacerdocio, es más, lo ejerció plenamente entre los suyos, y, si se mostraba anticlerical, lo hacía al estilo de Jesús, en la denuncia de fariseos y falsos profetas. Claro que se enfrentó con la curia, pero es que, en la diócesis de Madrid, le tocó lidiar con las propuestas pastorales más reaccionarias que hemos tenido en los últimos cincuenta años. Sin embargo, imagino que, a la vez, gozaría sabiéndose Iglesia con obispos como Oscar Romero, Pedro Casaldáliga o Helder Cámara.

Creo que, cuando los cristianos reducimos una biografía tan llena de amor de Dios y tan llena de amor al prójimo al retrato de un activista, rojo y anticlerical (permítaseme la caricatura), estamos perdiendo la oportunidad de enriquecernos con la totalidad del legado de un hombre santo, en el que reconocimos, a través de sus frutos, que su vida hundía raíces en una fe profunda.

Conviene sacudirse el polvo.